sábado, 1 de abril de 2017

DARWIN VS. CREACIONISTAS


DARWIN VS. CREACIONISTAS


 

Casi todos los cultivadores del evolucionismo darwinista se explayan en su lucha contra los creacionistas y sostienen que Darwin demostró la inanidad de la concepción defendida por sus rivales. En esto no siguen el ejemplo de Darwin mismo quien jamás negó la creación, al menos públicamente.

            El Origen de las Especies termina con una conclusión en la que sostiene, entre otras cosas:

Para nosotros, está más de acuerdo con lo que sabemos de las leyes impuestas a la materia por el Creador (…). Hay grandeza en esta opinión de que la vida, con sus diversas facultades, fue infundida por el Creador en unas pocas formas o en una sola quizás, y que mientras este planeta, según la determinada ley de gravedad, ha seguido recorriendo su órbita, innumerables formas bellísimas y llenas de maravillas se han desenvuelto de un origen tan simple para seguir desenvolviéndose en la sucesión de los siglos[1].

            Quien escribe tales líneas no es ateo, si siquiera agnóstico. Sostiene claramente que Dios impuso leyes a la naturaleza e infundió la vida. Los que sostienen que Darwin lo era desde mucho antes de 1859, fecha de publicación de El Origen, ensucian su nombre. Darwin no se merece tal afrenta, no era un inmoral, sino un caballero muy respetuoso y amable. A pesar de su grave y persistente enfermedad, que soportó estoicamente, trabajó incansablemente en las materias que le interesaban. En honor a la verdad, hay que reconocer que se limitó a negar la creación de todas y cada una de las especies en actos separados y que éstas fueren inmutables a través de los siglos. En realidad, aunque no lo supiera, estaba combatiendo una falsa interpretación de la Escritura debida al racionalismo que se había impuesto en Europa durante el siglo diez y ocho. Ignoro si Darwin conocía el antiguo modo de leer la Escritura en el interior de la Iglesia; si lo hubiese sabido, podría haberse apoyado en la tradición católica para confundir a sus adversarios. Porque es bien sabido que la Escritura se leía de diversas maneras porque se reconocía que sus textos admitían varios sentidos, por lo que nadie podía imponer su lectura a los demás. Lo obligatorio era no contradecir el dogma definido por la autoridad eclesiástica. Por lo demás, son pocos los dogmas definidos y ninguno tiene relación con la ciencia experimental. Así, por ejemplo, aunque Josué le haya mandado detenerse al sol, y el sol se detuvo[2], jamás la Iglesia definió como dogma de fe el geocentrismo. Por otra parte ¿qué otra cosa podría haber dicho un hombre que vivió unos quince siglos antes de nuestra era?

            Como ejemplo tomado de la antigüedad, podemos citar a san Agustín, el mayor teólogo de ese período. Leyendo el relato de la creación que nos trae el Génesis,

al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era confusión y caos, y tinieblas cubrían la faz del abismo, mas el Espíritu de Dios se movía sobre las aguas. Y dijo Dios: Haya luz, y hubo luz…[3],

rechaza una infantil interpretación según la cual Dios habló sirviéndose de palabras, como hacemos los hombres. Los niños lo entienden así, pero en Dios no hay movimiento alguno. La palabra de Dios es el Verbo eterno por quien hizo todas las cosas, como enseña san Juan en el prólogo de su Evangelio[4]. En otras palabras, en ese texto tan ridiculizado por los racionalistas, el obispo de Hipona leía la revelación, de modo implícito, de la existencia de la segunda persona de la Santísima Trinidad. Porque esta persona es conocida como el Verbo de Dios, es decir, la palabra de Dios; por lo que san Juan evangelista señala que todo ha sido creado por el Verbo y sin Él nada ha sido hecho[5]. De tal modo que el evangelista nos da la clave de por qué Yahvé quiso que este relato quedara conservado en la Sagrada Escritura. Los que se quedan en la letra, ignoran la sabiduría de la Iglesia.

Por lo demás, continúa explicándonos, el cielo se refiere a la creación espiritual, a los ángeles, y esa tierra descrita como confusión y caos, es la materia antes de recibir la forma que la convertirá en los diferentes cuerpos que llenan el universo. La creación se produjo sin tiempo, en un instante; por lo que, los días mencionados en la narración son tan sólo una ayuda para que los hombres ignaros puedan, como quien dice, ver con sus ojos el misterio de la creación[6]. Por descontado, admite otras interpretaciones diferentes de la suya, como todo buen teólogo.

De modo que la confesión de Darwin: como entonces no ponía en lo más mínimo en duda la verdad estricta y literal de cada palabra de la Biblia[7], no es una afirmación católica sino propia de los protestantes, afectados por el racionalismo, que entregan la Biblia a la libre interpretación de cada cual. Los verdaderos cristianos saben muy bien que la letra mata, el espíritu vivifica. Por eso la interpretación auténtica de la Revelación está en manos de la autoridad y no de lo que cada cual piense. El anglicanismo no es más que una herejía más, creada por una falsa profeta, Isabel primera, entre los muchos miles de falsos profetas que jalonan la historia y sobre los cuales tantas advertencias hallamos en las cartas de los apóstoles.

            Era costumbre, en la Iglesia antigua, interpretar alegóricamente los textos porque, como dice san Pablo: la letra mata, el espíritu vivifica[8]. De modo que la misma Biblia nos enseña a leerla de un modo muy distinto al racionalista, el que suponen estos defensores de Darwin como el único posible.

            El modo antiguo de leer la Biblia se mantuvo en la única verdadera Iglesia hasta el día de hoy. Pongamos ahora un ejemplo medieval. San Vicente Ferrer, en 1414, escribe su Breve Tratado, muy Abreviado, Contra la Incredulidad Judía. En él advierte, a los seguidores del fariseísmo antiguo, que la Biblia, si se la toma al pié de la letra dice muchas cosas falsas y absurdas. Pone como ejemplo de su aserción un texto del libro de los Jueces que comienza así: Fueron una vez los árboles a ungir un rey que reinase sobre ellos…[9] y añade otros ejemplos todos los cuales, si los tomamos al pié de la letra son ridículos. Por desconocer la Tradición, el obispo anglicano Uscher llegó a la conclusión de que Adán había sido creado una mañana de octubre del año 4004 a.C. Tomó las leyendas[10] prehistóricas del pueblo de Israel que recoge la Escritura como si fuesen la historia de la humanidad narrada con criterios modernos. A eso se le llama anacronismo. Si se lee un texto tan antiguo como ése, lo menos que puede hacerse es leerlo sin los anteojos del siglo veintiuno. Es curioso que Uscher no haya comprendido cuán disímil era el criterio antiguo del actual. La misma Biblia lo ponía ante sus ojos. San Mateo señala la genealogía de Jesús de Nazaret. Señala 14 generaciones de Abrahán a David, catorce generaciones de David a la deportación de Babilonia y catorce generaciones de esa deportación a Jesús. Es obvio que tal genealogía no puede ser leída en forma literal porque los tiempos señalados son inmensamente diferentes. De Abrahán a David hay cerca de mil años, y otros tantos de David a Jesús; sin embargo, el número de generaciones del primer lapso es catorce y del segundo veintiocho. No se necesita más para saber que san Mateo pertenece a otra tradición que nosotros donde predominan los símbolos sobre la exactitud histórica. Algunos exegetas piensan que san Mateo quiere mostrar que Jesús es el hijo de David; como, en acróstico, David es catorce… Jesús merece ser llamado hijo de David, como éste lo es de Abrahán. Jamás hay que leer un libro escrito hace tantos siglos con criterio racionalista.

            Sería bueno que los científicos, antes de meterse en teología, se informasen. Les entrego la siguiente reflexión que me hizo un doctor en física teórica: Es absurdo creer que la Biblia enseña ciencia. Es un libro religioso que le habla a los hombres de todos los tiempos. Ahora bien, la ciencia cambia enormemente de siglo en siglo. ¿Con la ciencia de qué siglo tendría que hablar la Escritura? Basta pensar un instante en ello para dejar de oponer ciencia a Biblia. Sabiamente san Agustín decía: La Biblia no nos enseña cómo van los cielos, sino cómo nos vamos al Cielo.

            Un buen ejemplo de lo que estamos tratando de aclarar, nos lo ofrece E. Mayr[11]. Según él, Darwin fue ateo o, al menos agnóstico, desde muy temprano a causa de las imperfecciones de la naturaleza y la existencia del mal, abandonando su creencia en la verdad estricta y literal de cada palabra de la Biblia[12]. Su matrimonio con Ema, profundamente religiosa, le hizo ocultar sus ideas. En 1851 perdió a su hija Annie, de diez años, lo que terminó de borrar los últimos restos de su fe. Si Mayr tiene razón, Darwin era un hipócrita y un mentiroso al publicar en 1859 el texto que señalamos más arriba. Flaco favor le hace a su autor favorito con semejante teoría. Pienso que la honestidad de Darwin está fuera de duda y su defensor no hace más que mancharla con esta hipótesis.

Me asalta una duda: ¿Fue la ciencia la que indujo a Darwin a su agnosticismo final? ¿Nada tuvo que ver la pérdida de su hija de diez años y su precaria salud? También Ernst Haeckel insistía en que su ateísmo nacía de sus conocimientos científicos. Se han hallado cartas en que su padre, pastor luterano, le suplicaba que no culpara a Dios de la muerte de su esposa, ocurrida durante su luna de miel en Suiza. ¿Fueron deshonestos, tanto Darwin como Haeckel? Los sicólogos saben muy bien cómo “racionalizamos” nuestros actos. Nos justificamos ante nuestros propios ojos. Es un mecanismo síquico que no implica, necesariamente, fraude, ya que no es consciente.

Llama la atención que el ornitólogo Mayr califique a los anglicanos de cristianos ortodoxos en el libro que hemos citado más arriba. Parece ignorar que los que se separaron de Roma en el siglo undécimo adoptaron ese nombre que se les reconoce hasta hoy. No puede decirse, en consecuencia, que Darwin fuese un cristiano ortodoxo. Tampoco parece advertir que los Apóstoles llamaron la atención contra los falsos profetas, aquellos que tergiversan el significado de la Palabra de Dios y fundan nuevas iglesias. Entre éstas se halla la anglicana, separada de Roma por Enrique VIII y convertida a otra fe por Cromwel, ministro de Isabel, responsable del genocidio que impuso a Irlanda.

Pero volvamos a nuestro tema. Digámoslo de una vez por todas: la creación separada de cada especie en actos separados es una lectura racionalista de un texto prehistórico,  no forma parte del dogma católico. San Agustín jamás creyó en ello, por ejemplo; santo Tomás, tampoco. Por eso, cuando se sostiene que Darwin logró explicar la naturaleza sin necesitar a Dios para nada, no se hace más que repetir lo que enseñaba santo Tomás de Aquino. Pero, a diferencia de Mayr, santo Tomás distinguía la ciencia experimental de la metafísica.

            Abramos su Suma de Teología y veamos qué enseña el monje medieval cuando demuestra que Dios existe. Como objeción a la prueba de su existencia opone justamente lo que sostiene Mayr: no se necesita de Dios para explicar los fenómenos que muestra la naturaleza. ¿Qué responde el filósofo a esta objeción?  Que esa no es la explicación última. Quien no la busca, no necesita de Dios. El metafísico, encambio, necesita sostener que existe Dios para llegar a ella; lo que no necesita el científico experimental, podemos agregar, ya que se limita a la explicación próxima[13]. No hay, pues, oposición alguna entre ciencia y filosofía, como tampoco la hay entre ciencia y teología, ni entre ciencia y poesía si cada una respeta su propio campo y no invade el ajeno. No es Darwin el que descubrió que la ciencia experimental no necesita de Dios como explicación; era algo sabido desde siempre. Pero el metafísico sí lo necesita. Y la metafísica es la reina de las ciencias, a pesar de que algunos biólogos insistan en su inexistencia.

            Pongamos un ejemplo para comprender lo enseñado por el monje medieval.

            Los hombres prehistóricos pintaban el fondo de sus cuevas. Supongamos que hallamos una muy profunda, tanto, que la luz solar no llega a su interior. A pesar de lo cual, está pintada. Es obvio que, para ello, debieron llevar, de alguna manera, la luz solar hasta el fondo de la cueva. Supongamos que el camino de entrada zigzaguea bajo la tierra. No hay rastro alguno de fuego, humo, cenizas, al interior de la cueva. Podemos explicar el hecho por una serie de espejos, instalados de tal manera que su brillo se conducido de uno en otro a pesar de las curvas. ¿Qué ilumina el fondo de la misma? El último de los espejos. Alguien que nunca hubiese salido de la cueva, podría creer que ese espejo explicaba todo. Otro, más inteligente, avanzó algunos metros y observó uno anterior que hacía brillar al último. Un tercero hizo la siguiente observación: El segundo espejo es idéntico al primero que vemos desde el fondo de la caverna. Como el primero brilla porque lo hace brillar el segundo, tiene que haber un tercer espejo. Si éste es igual al segundo, tiene que haber un cuarto que ilumine al tercero. ¿Una cadena infinita de espejos daría la solución definitiva? De ninguna manera. Se necesita una causa primera que produzca la luz que los espejos se limitan a traspasar al siguiente.

            Los científicos experimentales se limitan a los espejos. Los filósofos advierten que éstos no dan la solución definitiva por limitarse a la explicación próxima. La explicación última de la existencia de lo contingente se halla en la causa primera, motor inmóvil, a lo que todos llamamos Dios, como el sol es la explicación última del brillar de los espejos.

            Así como a los científicos no les gusta que los filósofos se metan en su ciencia, a nosotros tampoco nos gusta que los científicos se metan en la nuestra.

JUAN CARLOS OSSANDON VALDES



[1] El Origen de las especies. (Edición abreviada). Revista Ercilla. Santiago de Chile. 1988.  Pág. 222-223.
[2] Josué, X,13.
[3] Génesis, 1,1-2.
[4] Sobre el Génesis, libro imperfecto, I, 5,20.
[5] Jn. I,3.
[6] Ibíd., I,7,28.
[7] Ernst Mayr cita esta frase de Darwin en Una Larga Controversia. Trad. Santos Casado. Crítica. Barcelona. España. Pág. 26.
[8] 2 Corintios, 3,6.
[9]  IX,8.
[10] Hago notar que los racionalistas califican de leyenda un relato fabuloso ajeno a la realidad.  Legenda,  en latín, significa: lo que debe ser leído, lo digno de ser leído; por ello debe ser puesto por escrito. En la actualidad se ha reconocido, pues, la veracidad fundamental de toda leyenda, sin bien está expresada en un lenguaje incomprensible para nuestro criterio actual. Los historiadores van, poco a poco, comprendiendo mejor esa veracidad fundamental.
[11]  Una Larga… pág.26-30.
[12] Una Larga… pág. 26-27.
[13] Cfr. Suma de Teología. I pars, q.1, a. 3.

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