lunes, 25 de julio de 2016

Mircea Ticu y sus recuerdos del comunismo.

                      En el siguiente post deseo contarles la historia y recuerdo de un profesor rumano quien tuvo la gentileza de contarme sus recuerdos de la Rumania Comunista pocos meses antes de morir.
                     - ¿Don Mircea, qué recuerdo tiene del comunismo?.
                     - Uffff, vaya pregunta me hace, pero lo primero que debo responderle es que era una época muy dura y estricta.
                       - ¿A qué se refiere con eso don Mircea?.
                       - Comenzaré contándole a usted la época del colegio, como castigo a quiénes no podían aprenderse las materias o si alguien se portaba mal se lo castigaba en un rincón de la sala de rodillas encima de cáscaras de nuez partidas. Recuerdo que estuve una sola vez castigado así y quedé con las rodillas llenas de sangre.
                         -  Aquella educación era muy dura, pero no sólo eso, si no que además el control que ejercía el estado sobre las familias era tremendamente invasivo. Recuerdo que mi padre se quejaba de ser espiado permanentemente por agentes del estado que vigilaban la casa buscando algún indicio de desconformidad contra el sistema. El espionaje llegó a tal punto que actúo como espía un pope ortodoxo.
                          - Las personas eran como parte del estado, propiedad del mismo. Nadie tenía libertad de optar a lo que verdaderamente le interesaba desarrollar en su vida.  Y para qué le digo lo que sufrieron los que se opusieron al dictador. Simplemente desaparecieron, ningún opositor quedó. Creo que en Rumania murieron alrededor de 4 millones de víctimas del estado. La población de Rumania es similar a la población de Chile, alrededor de 17 millones de personas.
                          - ¿Qué más recuerda profesor Ticu?.
                         -  Recuerdo el caso de unos generales que se opusieron al dictador y que luego desaparecieron ellos, sus hijos, sus esposas, sus cuñados, cuñadas y todos sus amigos y parientes cercanos, no quedó absolutamente nadie vivo cercano a sus familias. Eso son mis recuerdos del comunismo, obviamente, no son buenos. Ustedes no saben el paraíso que tienen en Chile, este país es realmente afortunado en muchas cosas, en especial, por su benignidad climática.
                            Mircea Ticu , un profesor y gran músico de un carisma excepcional, trabajó en Chile muchos años, siendo un ejemplo moral para muchas generaciones de estudiantes de música a quiénes acogía como verdaderos hijos, incluso, a aquellos que profesaban la ideología marxista que causó mucho sufrimiento en su país. Mircea dio amor y murió dando amor, fue atropellado en la ciudad de Valparaíso por un trole bus que no respetó un seda el paso. Su muerte fue la muerte de un cristiano que donó su vida por salvar la de otros. Cuando cruzaba junto a una alumna y su señora, él se percató que el trole bus no se detuvo y empujó hacia adelante a sus acompañantes recibiendo el impacto directo.
                       Mircea Ticu un ejemplo de amor profesaba una sabiduría de vida que profesan muy pocos hombres en este mundo. Concurrí a su funeral que estaba repleto de sus alumnos todos ellos llorando a su maestro y mentor, cientos de personas apesadumbradas lloraban al maestro. Yo fui uno de los que lloró sin haberlo conocido mucho. No entendía mi llanto, sólo supe
que ese hombre tenía un ángel el cuál fue un ejemplo de fidelidad conyugal-vivió más de 40 años- al lado de su señora, siendo un ejemplo de amor cristiano excepcional.
                   Mis recuerdos y agradecimientos a Mircea, hombre excepcional cuya sonrisa jamás se borrará de mi memoria. Dios lo guarde en su misericordia.







domingo, 24 de julio de 2016

EL FIN DE LA HUMANIDAD.

                          Estimados Amigos:
                     
                         A lo largo de miles de años de existencia humana, nuestra especie se ha visto amenazada por múltiples fenómenos físicos y biológicos que han puesto en peligro la permanencia de los seres humanos en la tierra. Y sin embargo, el hombre continúa su permanencia en el planeta a pesar de las grandes catástrofes que tuvo que enfrentar.
                        La filosofía estoica, a raíz de este conocimiento de la gran  adaptabilidad de la especie humana llegó al convencimiento que el mundo experimentaba fases cíclicas que desembocaban en una gran conflagración universal. Las consecuencias de dicha conflagración llevaban a la destrucción de un mundo y al nacimiento de otro. Los detalles de cómo operaba esto esa filosofía no lo explica.
                       Por los datos históricos y científicos que manejamos, sólo podemos atestiguar que nacen y crecen civilizaciones sin que por ello implique una destrucción total de un mundo. La destrucción es sólo parcial. Incluso Platón cuando trata el caso de la Atlántida atribuye su destrucción a un desastre natural parcial y no total, tal como sucede, en el caso de un gran cataclismo.
                       Con el nacimiento y expansión del cristianismo se comenzó a masificar la idea de fin absoluto de la humanidad. El fin del mundo, la destrucción de todo lo conocido, del espacio sideral. Sin embargo, ese fin estaba ordenado a un orden superior dispuesto por Dios que no implicaba el aniquilamiento de lo material, sino más bien, su perfección. En términos simples, luego de este mundo nacerá otro eterno y sin fin . Los grandes teólogos hablan que Dios no destruye su obra, sino que la perfecciona.
                    La última palabra de la historia la tiene Dios, creador y providente de la misma. Por ello, los agoreros del fin del mundo se equivocan al alarmar a la población mundial acerca del aniquilamiento de la especie humana por el clima o producto de un desastre atómico. Algunos van más allá de estos pseudo vaticinios y sostienen que el hombre será reemplazado por máquinas, por la Inteligencia Artificial.
                      Ni máquinas, ni plagas, ni desastres climáticos acabarán con el hombre. Ni siquiera pudo acabar la especie humana las grandes glaciaciones ni el mismo diluvio. Ya que los tiempos son de Dios, como la vida humana se sostiene por Él sin que el hombre pueda tener injerencia en la misma.
                     Los tiempos de la humanidad están escritos por Dios y serán dispuestos por Él .

martes, 19 de julio de 2016

¿Qué es una profecía?.

                 
              El siguiente post pretende aclarar algunas dudas o falta de conocimiento que muchas personas tienen acerca de la profecía. Para comenzar debo decirles que para que haya profecía se requieren cumplir algunas condiciones, a saber;
               - Primera condición: Debe haber un profeta que anuncia el mensaje.
               - Segunda condición: Un mensaje que transmitir.
               - Tercera condición:  Alguien que comunique el mensaje.
               - Cuarta condición:    Lo que se comunique debe describir hechos que ocurran en una realidad próxima a la época del profeta o una realidad realidad remota del mismo. Vale decir, de un presente inmediato o hechos futuros.
               - Quinta condición: Intención del mensaje. Lo que se comunique está orientado a prevenir o estar atentos a momentos meta-históricos. Siempre todo este conocimiento profético va en beneficio del neófito que lo conoce.
                   No da lo mismo conocer o no conocer las profecías. De hecho, quienes reciben la profecía son bendecidos por un conocimiento superior de la historia que viene directamente de Dios. El único que puede transmitir un mensaje profético es Dios. El único que elije al portador de sus mensajes es Él mismo.
                   Cualquier profecía que nazca del pensamiento del hombre es totalmente falsa. Por algo Nuestro Señor nos previene de los falsos profetas. En Cristo Jesús se cumplieron todas las profecías y en Él mismo se cumplirán las últimas profecías que den cuenta del fin de los tiempos .
                El centro verdadero de la historia es Dios y no el hombre. Nosotros somos sólo transeúntes en medio de un mundo pasajero que será perfeccionado una vez que se acabe el tiempo que Dios mismo fijó para él.
             

 

               
             

sábado, 16 de julio de 2016

LLAMADO A LOS TRADICIONALISTAS.



            A los tradicionalistas nos llama poderosamente la atención la arraigada ceguera que afecta a tantos católicos. No es posible hacerles ver el enorme fracaso pastoral que ha seguido al primer concilio exclusivamente pastoral en la historia bimilenaria de la Iglesia. Porque todos los concilios han sido dogmáticos, es decir, han afrontado interpretaciones torcidas de la Revelación que, por ser materia de fe, ameritaban la asistencia del Espíritu Santo. Lo que no impedía que, a su vez, fuesen pastorales, como lo fue el primero de todos, el de Jerusalén. Por eso, es doctrina tradicional que si se llama a concilio sin que haya un motivo realmente grave, ese acto es un grave pecado: el de tentar a Dios, ni más ni menos. Realmente, por muchas vueltas que se le dé al asunto, no se percibe el motivo suficiente que tuvo en vistas S.S. Juan XXIII para reunir la magna asamblea. Las consecuencias están a la vista, pero no se las quiere ver. Por eso es bueno, de tanto en tanto, mostrar algunas evidencias innegables del fracaso pastoral del último concilio.
            Como la pastoral es la “política” de la Iglesia, tiene una sola obligación: tener éxito.
            Mas como la palabra pastoral está hoy prostituida por los partidos políticos, es necesario aclarar el concepto. Hoy se la entiende como la lucha de esas organizaciones civiles forjadas a imitación de la Iglesia. En efecto, tienen su dogma inamovible al que todos juran lealtad, una comisión ética y otra doctrinal que vela por la pureza de la adhesión de sus “fieles” al dogma, etc.. Lo único malo es que la verdadera política es la más alta expresión de la virtud de la prudencia en la que no caben dogmas.
            En efecto, los filósofos dicen que esta virtud rige el intelecto práctico, es decir, la capacidad de entender qué se debe hacer en cada momento de modo de obtener el bien moral que nos conduce a la vida eterna. Pero la política no es su versión particular, que busca bienes privados y a la que casi todos reducen esta virtud, sino aquella cuyo objeto es el bien común; sea de la sociedad familiar, de la civil o de la religiosa. Este objetivo estaba muy bien expresado en la tradición hispánica en el axioma: Dios, patria (rey), familia. La política, en consecuencia, es la virtud que nos lleva a la consecución del bien común. Es fruto de la experiencia, mas sólo la poseen las personas virtuosas, porque la prudencia exige la presencia de las virtudes que moderan el apetito, es decir, dominan la concupiscencia.
            Por lo tanto, el concilio pastoral debía reflexionar sobre las estrategias conducentes a hacer que los católicos practicaran su fe del modo más adecuado a las circunstancias actuales y las más aptas para atraer al seno de la Iglesia a los que languidecen fuera de ella. El primer efecto del último concilio fue la práctica supresión de las numerosas conversiones de protestantes y el segundo fue la apostasía de tantos y tantos católicos. En suma, la Iglesia se debate en una crisis que, si no se advierte y se pone fin, parece ser terminal.
            Por ello es necesario de que nos esforcemos en hacer comprender la situación a los ciegos empedernidos que nos rodean. Para ello sirven ciertas evidencias que no pueden ser negadas que las desnudan.
            La Conferencia Episcopal chilena, por ejemplo, ha dado a conocer ciertas cifras que vale la pena conocer y comentar. Para comprenderlas en todo su valor, pongamos como horizonte los antiguos censos que daban a conocer la calidad religiosa de los chilenos. En 1902, el censo estableció que el 98% de los habitantes de este país se consideraban a sí mismos católicos. Claro está que no se medía para nada la adhesión de los tales a su Iglesia. Recién cerrado el Concilio, el censo de 1970 estableció que esa adhesión había bajado a 91%. Es decir, en 68 años se había retrocedido 7 puntos. Esta cifra no ha dejado de bajar. Por desgracia, el censo de 2012 no se ha publicado aún por ciertas divergencias de detalle que hay que esclarecer. Tal parece que la adhesión ha descendido a poco más de 67%. Vale decir, mientras en 68 años descendió 7 puntos, en 32, ha perdido 14 puntos adicionales. A esta velocidad es posible que apenas sobreviva a finales del presente siglo. ¿Le parece que exagero? Veamos, pues, las cifras que nos ofrece la Conferencia Episcopal.
            El número de bautizos realizados en 2002 ascendía a 157.479; en 2006, a 149.782 y en 2011, a 133.239. Es decir, un descenso del orden del 15,3%. Sería así si la población de 2011 fuera la misma que la de 2002. Como no tenemos el último censo, no sabemos cuánto ha aumentado; cuando lo sepamos, tal vez veamos que se aproxima a un 20%. Lo que nos confirma sobre el futuro que le espera a nuestra querida Iglesia en el futuro próximo si no despierta de una vez. Pero si comparamos estas cifras con el número de nacimientos, el panorama se hace más ominoso. El número de niños nacidos vivos en 2001 fue de 202.208; es decir, tan sólo un 60% de los niños fue bautizado. En 2011, los nacidos vivos fueron 256.542, lo que implica que sólo el 51,5% fue bautizado. Como hay algunos jóvenes y adultos que se bautizan, la cifra es aún peor. Notemos que si se confirma que el número de católicos hoy alcanza al 67%de la población, pero los bautizos es algo menor al 51%, nuestro futuro no es halagüeño. La Iglesia está envejeciendo a ojos vista.
            Las primeras comuniones confirman la tendencia. En 2001, éstas ascendieron a 110.086; en 2005, a 91.952, y en 2011, a 73.564; es decir, una caída de 33% si la población se hubiera mantenido estable. Como no es el caso, la pérdida es bastante mayor. El sacramento de Confirmación nunca ha sido tan popular como los anteriores. Las cifras son: en 2001, 92.219; en 2005, 87.680, y en 2011, 61.234. Vale decir, una pérdida del orden del 25% si la población se hubiese mantenido estable. Cosa curiosa, si bien no alcanzan al número de primeras comuniones, han descendido menos.
            Los matrimonios son afectados de manera similar. Se casaron en la Iglesia 28.644 parejas en 2001; 22.973, en 2006 y 17.400 en 2011. La caída alcanza a un impresionante 39%. Como sólo los matrimonios católicos bautizan a sus hijos, ya podemos pensar en lo que nos espera. No está mal comparar estas cifras con las de los matrimonios civiles. En 2001 alcanzaron los 66.132, y en 2011, los 65.290. Como es más fácil divorciarse y volver a casarse en el Estado que en la Iglesia, no es posible sacar una conclusión convincente. En todo caso, llama la atención que el número de matrimonios católicos alcancen a ser tan sólo un 43%del total en 2001, y un 35% en 2001. Tal parece que entre los jóvenes sólo un 35% es suficientemente católico como para ir a la Iglesia a casarse.
            Si hay un aspecto de la pastoral que es prioritario es el que lleva a los católicos a la práctica sacramental. Las cifras no dejan lugar a la duda: estamos ante un fracaso pastoral impresionante. Pero mientras nuestras autoridades lo sigan negando, ¿Qué podemos hacer nosotros? De ninguna manera declara las sedes vacantes o algo parecido. Bien sabemos que san Pedro gobernó mal la iglesia de Antioquía a juicio de san Agustín. Nos resta el recordar el Evangelio. En cierta ocasión, los discípulos no pudieron expulsar un demonio que atormentaba a un niño. Lo llevaron ante Jesús, el cual increpó al demonio y éste dejó libre al niño. Cuando los discípulos le preguntaron la razón de su fracaso, Jesús les respondió: “… en cuanto a esta ralea, no se va sino con oración y ayuno” (Mt. 17,21).




JUAN CARLOS OSSANDÓN VALDÉS

jueves, 14 de julio de 2016

JUAN ANTONIO WIDOW.

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              Para comenzar este post sobre el profesor Widow quisiera precisar algunos errores que se cometen entorno a su persona y su supuesta posición tradicionalista. Juan Antonio Widow no es tradicionalista, si entendemos por tradicionalismo en defender la fe de siempre de la Iglesia Católica.                El asiste a la misa nueva sin ningún tipo de reparo y objeción. No existe para él el problema teológico que existió para Monseñor Lefebvre en los los postulados del Vaticano II y sus posteriores reformas. Por consiguiente, el profesor Widow no defiende puntos doctrinales que entran en conflicto con las actuales autoridades de la Iglesia. Por consiguiente, desde esta mirada muy sutil él no puede ser considerado como tradicionalista.
                Más allá que puedan existir puntos de vistas disímiles respecto a su verdadera posición teológica y su modo sui géneris de presentar la filosofía de Santo Tomás, el profesor Widow tiene una larga trayectoria académica que hay que respetar.
                Como me decía mi padre cuando era adolescente, las canas, hay que respetarlas. En cuanto a opiniones, cada cual es libre de opinar con respeto su visión del mundo y la sociedad. En lo particular, creo que siempre uno debe tratar de distinguir la verdad del error, para no caer en sus garras.
                  Si como dice San Pablo, en Tesalonisenses II; " se salvarán los que sigan la verdad y se condenarán los que sigan el error". Y la razón del apóstol por antonomasia, es muy sencilla. Si Dios salva, y como de Dios viene la verdad, quien habite en ella, habita en la casa de Dios. Esa verdad, acusa y nos acusa. Esa verdad avergüenza y los avergüenza a aquellos que nos rodea a causa del pecado. Esa verdad nos lleva al arrepentimiento y hace que se arrepientan los infractores a la ley de Dios.  La verdad es un tesoro, porque hace que nos mantengamos firmes en la Roca Inmutable que sostiene la Iglesia. Esa verdad se identifica con Cristo, Nuestro Señor, Rey de Reyes, Señor de Señores.
               Amar la verdad, esa una gracia que recibimos del cielo. No es una gracia cualquiera, es una TREMENDA GRACIA, frente a la cual sólo nos queda cantar eternamente las Misericordias del Señor. La verdad hace que seamos humildes, sabedores que no somos nada en este mundo. Menesterosos frente al dueño del universo completo.
                Santo Tomás defendió y amó la verdad en extremo. Su vida la dedicó al esclarecimiento de la verdad. Por lo tanto, quien se diga su discípulo debe imitar primero al maestro. Si Santo Tomás hubiera nacido en nuestra época, estaría de cabeza escribiendo en su celda contra todos los errores y herejías que se dicen fuera y dentro de su Iglesia.
                   Para terminar, quien sigue a la verdad y es humilde al llevar tan grande estandarte nunca podrá extraviarse en las tinieblas del error.
                       

miércoles, 13 de julio de 2016

LA CIUDAD DE DIOS

LA CIUDAD DE DIOS


Prof. Dr.
Juan Carlos Ossandón Valdés



I.-   PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

Entre los libros más famosos de que haya memoria está el que es objeto de este trabajo. Editado una y mil veces, traducido a todos los idiomas, se dice que inspiró al imperio Carolingio, y, por ello, a toda su posteridad. Hace ya más de medio siglo, E. Gilson ha mostrado cómo las utopías políticas que se suceden desde finales de esa remota edad hasta el siglo XX son otras tantas incomprensiones o deformaciones de este libro[1].
Dada su complejidad y extensión, no es raro que haya dado lugar a ser interpretado de muchas maneras diversas. Incluso hay en él expresiones que no concuerdan con otras consignadas en el mismo escrito, lo que se explica si se toma en cuenta cuánto tiempo le tomó a su autor. Nacido de la tragedia de Roma y de la acusación que los paganos hicieron a la Iglesia culpándola de su ruina[2], tardó unos trece años en darle fin a los veintidós libros que lo componen (413-436). Tan voluminosa obra ha sido considerada una enciclopedia de la sabiduría antigua, una apología de la Iglesia Católica, una filosofía de la historia, una defensa de la libertad de la Iglesia contra el Estado, etc., etc.
En verdad todo eso y mucho más se halla en ella. Pero Gilson, con su buen sentido habitual, nos invita a que la entendamos como un estudio de “la ciudad de Dios”. Por algo se la conoce con ese título que se debe al mismo Aurelio Agustín[3]. Así mismo, nos invita a reconocer en ella una magna obra de filosofía cristiana, o de sabiduría, como la calificaría su autor. En efecto, su noción de ciudad la toma de Cicerón, y, a medida que avanza en su estudio, acudirá a su fe para elaborar ciertas nociones que le permitirán llegar mucho más allá de lo que éste hubiera podido imaginar.
“Civitas Dei”, traducida como “ciudad de Dios” nos conduce a un equívoco difícil de sortear. Es verdad que en algunas ocasiones pueda traducirse por ciudad en nuestro sentido actual, aunque, tal vez nunca, por Estado. En realidad, tal palabra significa, principalmente, sociedad o pueblo[4]. Pero como toda sociedad o pueblo está formado por personas, una sola puede ser llamada tal, como cuando afirma que la ciudad de los hombres nace con Caín y la de Dios con Abel[5]. No nos extrañemos; como buen filósofo, el Santo Obispo busca las causas profundas de las realidades; en este caso, no hay duda de que es el hombre individual el que conforma la ciudad. Pero no es solo eso. Porque hemos de reconocer que hay muchos planos superpuestos en su urdimbre . Por algo no dudará su autor en declarar que la ciudad que estudia es mística, es decir,  misteriosa, y que se halla completamente entremezclada con la ciudad del hombre, que suele llamar terrena o, con más propiedad, ciudad del Diablo. Vale, pues, la pena intentar comprender tan difícil concepto.

II.   LA CIUDAD

Comencemos por el principio: ¿Qué entiende san Agustín por ciudad?
Ya dijimos que pensaba en un pueblo, en una sociedad. Mas, ¿Qué es un pueblo? Comencemos comprobando que acepta la definición dada por su maestro Cicerón, quien en una de sus obras perdidas, el República, nos enseña, por boca de Escipión, “un pueblo es la reunión de una multitud, unida por el reconocimiento del derecho y la comunidad de intereses”[6]. A continuación, el gran orador romano nos explica a qué se refiere al hablar de derechos reconocidos, llegando a la conclusión de que ninguna sociedad puede ser gobernada sin justicia. En latín la unión derecho-justicia resulta mucho más evidente, dado que derecho se dice ius, de donde se deriva iustititia. Nuestro teólogo, por su parte, saca de esta definición una conclusión sorprendente. Si esto es un pueblo, en ese caso Roma jamás ha sido una ciudad. Para comprenderlo, tenemos que preguntarnos, a nuestra vez, ¿qué se entiende por justicia?
Justiniano nos recuerda la definición tradicional, de fuerte sabor estoico: voluntad firme y constante de atribuir a cada uno lo suyo. Pero Roma ha apartado a los hombres de Dios y los ha entregado a los demonios. Porque, ¿qué otra cosa son los dioses que se gozan en las inmoralidades que sus devotos les ofrecen? Desde el libro segundo hasta el quinto de esta magna obra, el santo obispo  de Hipona nos ha mostrado cómo los dioses arrastraron a sus cultores a toda suerte de inmoralidades, que no detalla más por pudor, pero que eran patente hasta al mismo Cicerón; lo que a la larga llevará a su ruina al Imperio, piensa el obispo. La fundación de éste se debe a las virtudes militares y cívicas de los antiguos romanos, las que se han ido debilitando con el correr de los siglos; de ninguna manera a la protección de los dioses, como los paganos pretenden. Notemos que la grandeza de una ciudad no se debe a las virtudes cristianas, sino a las naturales. No es misión de la ciudad de Dios fundar la ciudad temporal ni reformarla. Si esto ocurre, habrá de ser incluido en esa “añadidura” de que habla el Evangelio. Finalmente, san Agustín recuerda que el adorar a los demonios es tan grave que la ley de Dios ordena: “El que sacrifique a los dioses en vez de al único Señor, será exterminado”[7]. Sucede que el fin del Evangelio es la fundación de una ciudad santa en la que no cabe la adoración de los demonios. En verdad el universo entero ha sido creado con ese fin, no tiene sentido sino por ella. El secreto de todos los acontecimientos está en esa ciudad santa.

Si nos llama la atención de que el santo Obispo se pase de la justicia al culto a los demonios, se debe a nuestra extraordinaria ignorancia; porque si aceptamos la definición de  justicia que nos transmite Justiniano, hemos de reconocer que el primero a quien debe atribuírsele lo suyo es Dios. Que nuestro Aurelio Agustín no lo explique se debe a que la ciudad antigua fue fundada por la religión y todas se edificaban sobre su culto[8]. El dejar a Dios fuera de la ciudad es novedad absoluta de nuestros tiempos, derivada del racionalismo y promovida por el liberalismo.
Pero, en definitiva, no puede negarse que Roma es una ciudad, y que, por todas partes, el mundo está lleno de ellas y todas lograron su gloria por las virtudes que practicaron, mas, después, compiten en sobresalir en los mismos defectos; además, en ninguna de ellas se practica la verdadera justicia. Notemos que el Obispo ha criticado una definición filosófica desde la Revelación y, en virtud de esta crítica, la ha desechado. Urge, pues, cambiarla para adecuarnos a lo que la realidad nos ofrece. El Filósofo cristiano procede a darnos una nueva que permita ser aplicada a todas, aunque en ellas no se realice la justicia: “Pueblo es la reunión de una multitud racional, unida porque ama las mismas cosas”[9].
Gilson nos pide que nos fijemos en que la atención del Santo, cuando establecía tal definición, debía estar fijada en la Iglesia como modelo de ciudad[10]. En verdad, lo que origina a la Iglesia es la fe, pero ésta no se separa de la caridad, vínculo de unidad, sin la cual aquella es fe muerta. Si bien esta noción parece proceder de la meditación teológica del Santo, no puede dudarse de su aplicabilidad a cualquier sociedad, no importa cuan inmoral sea. Porque, como continua diciendo el Obispo de Hipona, no importa qué ame esa comunidad; si es formada por animales racionales y no bestias, es una ciudad. Más adelante veremos cómo se convierte en mística.

III.               LAS DOS CIUDADES

Existe, por lo tanto, la ciudad de los impíos que enfrenta a la de los santos. “Dos amores, pues, fundaron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial”[11]. No hay, pues, más que dos ciudades. Y esto es así desde el mismo origen. Cuando la humanidad estaba formada por un solo hombre, del cual salió la primera mujer, aún no había ciudad. Éstas se originan con Caín y Abel, como ya señalamos. De modo que todos los hombres somos hermanos, no importan las apariencias. Es curioso destacar cómo la Revelación lleva a san Agustín a rechazar absolutamente todo racismo. Después de narrar cuántas rarezas se creía que existían, que él mismo había visto pintadas en Cartago, y declarar que no es obligatorio creer que tan extraños hombres existan o hayan existido; sin embargo, si son animales racionales, proceden de Adán y son hermanos nuestros a pesar de su absurda apariencia[12]. La unión no se basa tan sólo en la especie, concepto abstracto propio de filósofos, sino que es de índole familiar, lo que resulta mucho más exigente.
A pesar de su unidad familiar, que se remonta a su mismo origen, los hombres pertenecerán a dos ciudades antitéticas, según sigan el ejemplo de Abel o el de Caín. Lo peor es que ambas ciudades se entremezclan entre sí de modo inextricable. Su oposición y sus luchas constituye la historia de la humanidad. En definitiva, lo que las distingue es su fin, según lo pongan en Dios o en sí mismo, o, si se prefiere, su amor. Y los que comparten un mismo amor, conforman una ciudad. Ahora comprendemos muy bien por qué las llama “místicas”, es decir, misteriosas. Exteriormente, nada distingue a unos hombres de otros, como que sus fundadores son hermanos. Usando un lenguaje típicamente semita, san Agustín las distingue en virtud de la predestinación: la del Cielo está formada por los predestinados a la eterna bienaventuranza, y la de los hombres, a la condenación[13].
Es fácil comprender que no se trata, como tan frecuentemente se piensa, en oponer la Iglesia al Estado; si bien, cuando la escribió, Roma era aún un buen ejemplo de la ciudad terrenal, por lo que, en ocasiones aparece como lo opuesto a aquélla. Pero era una coincidencia de hecho, no de derecho. Esto fue lo que inspiró a Carlomagno: él quiso que su imperio terrenal realizara cabalmente la ciudad de Dios; lo que habría sido imposible en la interpretación tan comúnmente difundida. En consecuencia, la sociedad que se organiza mirando únicamente bienes terrenos y se cierra o desatiende los celestiales, es ciudad terrena propiamente dicha. La que, por el contrario, se organiza mirando, por encima de los bienes terrenos a los celestiales, es ciudad de Dios. Por supuesto que esta actitud comienza a nivel individual. Cada uno ha de situarse en una u otra ciudad. La genialidad medieval, que, tal vez, san Agustín no previó, fue la de intentar realizar en esta tierra la unión entre la temporal y la de Dios.
A los que individualmente han elegido bien, pero viven en una ciudad mal organizada, no les queda más remedio que ganar el Cielo con su paciencia en soportar un estado de cosas tan violento. Es obvio que, pasado el tiempo, la pregunta caía por su peso: ¿Por qué no organizar la ciudad temporal de modo que sea, al mismo tiempo, celestial? En otras palabras, si los ciudadanos han elegido ésta, ¿por qué no adecuar la ciudad a su elección de modo que les facilite en vez de dificultar el llegar a su destino? Cuando se procure cumplir con este ideal, habrá nacido la Edad Media. En esta sociedad se practicará la verdadera justicia, la que conduce a los hombres hacia Dios. En algunas regiones, como las hispánicas, este ideal perdurará muchos siglos.
Comprendemos, pues, así como la ciudad terrena no se identifica con la temporal sin más, como tampoco la de Dios se identifica con la Iglesia Católica. Se dan dos casos. Por una parte, hay católicos indignos de ese nombre por lo que serán condenados. Como en la ciudad de Dios solo viven los predestinados a la Gloria Celestial, estos hombres pertenecen a la del Diablo. Así mismo, entre los que no le pertenecen por ahora, hay quienes están predestinados al Cielo, por lo que ya son parte de la ciudad de Dios, aunque no lo sepamos. No se crea que estoy procurando salvar a san Agustín de un supuesto fundamentalismo e introduciendo un concepto liberal en su cabeza. Nada de eso. Escuchemos sus propias palabras estampadas casi al final del primer libro:
“Acuérdese que entre sus enemigos mismos se ocultan futuros conciudadanos…así como la Ciudad de Dios, mientras peregrina en este mundo, tiene consigo, unidos en la comunión de los sacramentos, a quienes no compartirán la suerte de los santos”[14].
De este modo, san Agustín nos llama a la paciencia. Hemos de tolerar a los malos, pues no sabemos si lo serán siempre. Como tampoco hemos de sentirnos predestinados, pues puede que resultemos ser finalmente réprobos. Porque, en definitiva, estas ciudades son interiores y se definen por el amor que predomina en el corazón del hombre. Como prueba de lo enseñado, nos recuerda que en el Antiguo Testamento se destaca Job, ese hombre de Dios que no pertenece al pueblo de Israel, y en el Nuevo, Saulo, que de perseguidor violento se convierte en Apóstol.
Tal vez nos llame la atención que, en el texto últimamente citado, la Iglesia sea llamada “Ciudad de Dios”. En cierto sentido lo es porque su misión es reunir a los predestinados y conducirlos a la Patria Celestial. Los que viven en ella y se identifican con su enseñanza y la realizan, pertenecen a la ciudad de Dios; tal como los que viven en la terrestre y siguen sus dictámenes, pertenecen a la del Diablo. Lo importante aquí, como es fácil comprender, radica en el cumplimiento o incumplimiento del modelo que la ciudad les ofrece.
Hemos de vivir, pues, como vive la Iglesia.
¿Cómo vive ella? Ella vive de la fe, es decir, de su adhesión a la verdad que Cristo nos reveló; o, mejor dicho, que es Cristo. Ese amor común que la forma es el amor de la verdad. Es tan importante este aspecto de la Ciudad de Dios que el Santo lo ha destacado con fuerza. Lo propio de la ciudad de los hombres, o del Diablo, es su indiferencia hacia la verdad. “¿Qué creador de una secta ha sido aprobado alguna vez en la ciudad del Diablo de modo que se reprobara a los que pensaran distinto y se le opusieran?”[15]. Por algo suele llamarla Babilonia, de Babel, nombre que significa  confusión. Al Demonio no le interesa la propagación de los errores, solo teme la verdad. De esto es un buen ejemplo el pueblo griego donde abundan las sectas.  Nuestro autor nos asegura que, entre los griegos, hay doscientos ochenta y ocho distintas visiones del fin último del hombre, “si no reales, al menos posibles”, según atestigua Varrón[16]. En cambio, Israel siempre distinguió al verdadero profeta del falso, y, cuando no lo hizo, sufrió horrible castigo. Podemos agregar que lleva ya veinte siglos castigado por no haber reconocido al Mesías que Dios le envió.
La Iglesia, en cuanto universal, necesita mucho más de ese culto a la verdad que la unifica, dada la ausencia de otros lazos. Ella reúne poblaciones de todas las latitudes y de todas las culturas. Si falta la ortodoxia, perece. De ahí que haya nacido en ella algo muy peculiar: la herejía. Porque, en ella, quien “rompe la doctrina, rompe el vínculo de la ciudad…(tal actitud) para la Iglesia es una cuestión de vida o muerte”[17], comenta Gilson. Es obvio que ha de ser así, ya que su existencia misma depende de la unidad de la fe. El que “elige”, que eso significa hereje, su propia verdad, se excluye, por ello mismo, de la comunidad de los “fieles” y la Iglesia, cuando lo excomulga, se limita a reconocer un hecho: ese hombre ya no pertenece a la ciudad de Dios. Mejor sería decir que nunca le perteneció, porque no estaba predestinado. Por lo demás, ya san Juan lo había enseñado claramente. Refiriéndose a los que hoy llamamos hermanos separados, dice: “De entre nosotros han salido, mas no eran de los nuestros, pues si de los nuestros fueran, habrían permanecido con nosotros. Pero es para que se vea claro que no todos son de los nuestros”[18].
Dada su permanencia de unos diez años en la secta de los maniqueos, el Obispo de Hipona ha meditado mucho en la condición de los herejes. Mientras permaneció en esa secta de hermanos separados, disputó con católicos y los venció, al extremo de que un obispo recién llegado a Cartago no se atreviese a enfrentarlo[19]. Fruto de esa meditación proviene su convicción de que no puede ser considerado hereje al que no defiende su error, especialmente si no es él quien lo inventó[20]. Agustín no inventó el maniqueísmo, pero lo defendió con ardor. ¡cuánto le costó abandonarlo! Eso lo hace muy cercano y comprensivo, en particular con todos los engañados por estos supuestos seguidores de Cristo.
Pero nuestro Santo da un paso más. Lejos de ser una prueba de la falsedad del cristianismo, la aparición de las herejías es su confirmación. Porque solo la ciudad del Diablo puede contener en sí la confusión de las falsas doctrinas; la de Dios, en cambio, goza de perfecta unidad en la verdad, por lo que, en cuanto nacen, las expulsa. Ésta es una, los errores son múltiples. Cuando cesan las persecuciones sangrientas de los paganos, Satanás promueve las de los falsos hermanos. Aquellos herían los cuerpos, éstos los corazones, nos asegura el caritativo Obispo. Pero Dios saca bien de ambas. Las primeras ejercitan la paciencia, las segundas, la sabiduría de los verdaderos discípulos. Porque, como dice el Apóstol, “todos los que quieran vivir santamente según Cristo, han de sufrir persecuciones[21]. El dolor que sienten los cristianos ante los malos o falsos hermanos procede de la caridad, como también de ella procede el que se los combata, “ora por enseñanzas persuasivas, ora por métodos terribles”[22]. En ningún caso, la ciudad de Dios admite su contaminación, si bien, durante su peregrinación en esta tierra, ambas ciudades están “perplexae”, es decir, entremezcladas. Tanto en la terrena como en la celestial, hay personas que no viven según ellas; pero sólo Dios conoce a los suyos.
Decíamos que el pueblo se constituye cuando los ciudadanos aman las mismas cosas. Entre éstas sobresale el amor de la paz que es buscada por todos, sean de una u otra ciudad. La buscamos en la familia, en la patria, en el mundo entero. Pero los cristianos sabemos que jamás la hallaremos, porque hemos sido creados para Dios, por lo que nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Él[23]. Por lo mismo, la ciudad de Dios pertenece propiamente al más allá: en este mundo se hallan tan solo peregrinos que aceptan con paciencia las persecuciones que les correspondan. A pesar de lo cual, en la medida en que conserven el orden propio de ella podrán gozar de una cierta paz; porque, en definitiva, paz y orden son sinónimos[24]. Mas todo orden no es más que la recta disposición de los cosas según su fin. En otras palabras, este orden presupone el conocimiento de la verdad, en la medida que nos es dado en este mundo. Agreguemos aún otra diferencia: mientras la ciudad terrenal usa de los bienes para lograr una paz terrenal, por demás miserable, la celestial los usa para conseguir la eterna[25].
Por desgracia, mientras peregrinamos en esta tierra, nuestro conocimiento es débil, por lo que, para que no caigamos en los lazos del error, “tiene necesidad del magisterio divino, gracias al cual alcanza certeza, y de su ayuda, para alcanzar libertad”[26]. De modo que será la misma ciudad de Dios la que infunda paz en la familia, en la patria y en el orbe. Pero hay más, porque nuestro teólogo no deja de lado a los ángeles. De modo que en este libro nos encontramos con la primera historia realmente universal, incluyendo a todas las criaturas espirituales que Dios ha creado, que se resume en la contienda entre las dos ciudades, capitaneadas, entre los espíritus puros, por san Miguel y Lucifer. Creo que jamás se ha escrito una historia universal tan amplia como ésta.

IV.              FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

Este libro ha dado origen a los muchos que intentan construir una “filosofía de  la historia”. Pero su autor, me parece, no pretendía tal cosa. Hemos hablado, más bien, de una filosofía cristiana que él se limitaba a llamar sabiduría. Podemos preguntarnos, ¿Cuánto de filosofía y cuánto de Revelación hay en su trabajo? Sería tarea de nunca acabar separar ambos aspectos. De hecho Aurelio Agustín hizo uso de toda la filosofía que conoció, de toda la historia que en su época estaba a su alcance y de todas las ciencias que, en su tiempo, formaban parte de la filosofía.
Me parece que una filosofía de la  historia es imposible por la sencilla razón de que ignoramos el comienzo y el fin de la historia. La Revelación, en cambio, nos lo da a conocer: creación y juicio final. Pero, por encima de todo, lo que interesa es el fin pretendido por el Creador que también lo da a conocer la Revelación: la elevación del hombre al orden sobrenatural a fin de que pueda habitar en la ciudad de Dios. Pienso que a san Agustín habría que llamarlo teólogo de la historia. Ha escrito una teología de la historia imposible a un mero filósofo. Lo que no impide que, en este libro, haya mucha filosofía propiamente dicha.
Históricamente, sin embargo, este libro ha inspirado lo que hoy llamamos filosofía de la historia. El hecho histórico es innegable. También ha dado origen a cantidad de utopías y de sueños mesiánicos que han hecho correr la sangre a raudales. De esto nos habla Gilson en el libro que tantas veces he citado. Mas no culpemos al santo obispo de las malas interpretaciones que han recorrido la historia.

V.    PARA TERMINAR

Cerremos esta breve exposición con algunas reflexiones de actualidad.
Demás está decir que hoy san Agustín condenaría, como ciudad del Diablo, a todas las doctrinas políticas a la moda: todas han abandonado la orientación hacia Dios que es el constitutivo esencial de la Ciudad de Dios y se han volcado a los bienes terrestres como única meta de la naciones. Hoy solemos designar esta actitud como materialismo y consumismo. No solo condenaría a las doctrinas “políticamente correctas” sino a sus realizaciones. Particularmente actuales son sus consideraciones sobre la indiferencia de la ciudad terrena a las doctrinas filosóficas desentendiéndose por completo de su verdad y sus funestas consecuencias. Nada más lejos de la ciudad de Dios cuyo origen está en el amor a la verdad.
Pero también hemos observado su insistencia en la debilidad de nuestra inteligencia por lo que ha declarado derechamente que es necesario acudir al magisterio divino. Como los hombres no tenemos acceso a él más que a través de libros que podemos tergiversar a nuestro antojo, tal necesidad implica la subordinación de la ciudad temporal a la Iglesia, maestra de verdad. La edad media reconoció esta necesidad y los pueblos católicos la sintieron hasta entrado el siglo XIX. Buen ejemplo de ello es el grito que se escuchaba en España, en ese siglo: “¡Viva la inquisición! ¡Muera la policía!”. A tal extremo era sentido así que, cuando Fernando Séptimo suprimió el tribunal, en muchos pueblos los campesinos lo recrearon por su cuenta y riesgo. Querían seguir viviendo entre los que aman las mismas cosas y, si había quien amara otras, para ello, desde antaño, se habían dictado fueros especiales que les permitieron vivir en paz y no molestar a los verdaderos ciudadanos de la ciudad de Dios. Se pretendía así, en pleno siglo liberal, continuar viviendo el ideal medieval: que la ciudad temporal, en la medida de lo posible, realizace en la tierra la ciudad de Dios.
La ausencia de este amor único nos pena. La vida política actual se ha convertido en una guerra sin cuartel en la que lo único prohibido son los asesinatos, si bien éstos han abundado más que nunca antes. El poder se entrega a partidos que lo único que quieren es que desaparezcan los otros y no dudan en calumniarlos de modo soez.
Gilson comenta que el santo Obispo no previó una “contra Iglesia” que se preocupase, como ella, de mantener una doctrina como la única oficial[27]. Este fenómeno, por supuesto, se ha dado después de la vigencia de la cristiandad y a imitación suya, agrego yo. Lo hemos visto en el liberalismo democrático, en el marxismo nazi y en el comunista. Todas estas tiranías totalitarias no son más que deformaciones de la ciudad de Dios como bien lo determina el libro del filósofo francés.  No son más que las últimas deformaciones e incomprensiones de este gran libro, aunque sus partidarios lo ignoren.
El fenómeno comenzó hace tiempo. Se inició con la identificación de la ciudad de Dios con la Iglesia, desnaturalizando, de este modo, el pensamiento de san Agustín. Para él, como ya vimos, ésta es tan solo la parte peregrina de aquélla, dedicada a reclutar almas para la eternidad. Al mismo tiempo, comenzó la identificación de la ciudad del Diablo con la temporal y política. Esto da origen a la que interpreta el libro como referido a las luchas entre la Iglesia y el Estado, como dijimos.
La última degeneración de la doctrina estriba en concebir un imperio universal, único, al mando de un solo jefe y con una sola doctrina. Visión rechazada de plano por san Agustín para el cual las dos ciudades durarán tanto como la vida de este mundo. Nacen con Caín y Abel y estarán entremezcladas hasta que en el juicio final sea separada la paja del trigo.
Solo me resta indicarles que, si desean seguir las vicisitudes históricas de la mala interpretación de esta doctrina, acudan al libro de Gilson que tan atinadamente las estudia.











[1] Las Metamorfosis de la Ciudad de Dios. Editado en 1952. Trad. A. García S. Rialp. Madrid. 1965.
[2] Cfr. Retractaciones. C. 48, 1 y 2. 
[3]  Retractaciones, II,19. Aunque cuenta la historia de ambas, lleva como título el nombre de la mejor.
[4] “Civitas quae nihil aliud est quam hominum multitudo aliquo sociatatis vinculo colligata”. XV,8,2.
[5] “Natus est igitur prior Cain ex illis duobus generis humani parentibus, pertinens ad hominum civitatim ; posterior Abel, ad civitatem Dei”. XV, 1,2.
[6] “Populum enim esse definivit coetum multitudinis, iuris consenso et utilitatis communione sociatum” XIX, 21,1.
[7] Ex. 22,20.
[8] Quien tal vez mejor explica esta realidad sea Fultel de Coulanges en su clásica “La Ciudad Antigua”.
[9] “Populus est coetus multitudinis rationalis, rerum quas diligit concordi communione sociatus”. XIX,24
[10] L. c. pág. 62.
[11] XIV, 28.
[12] Cfr. XVI, 8,2. Los únicos que existen, entre los  monstruos que señala, son los pigmeos, si bien se alzan más del codo que les atribuyen los griegos.
[13] “Quas etiam mystice apellamus civitates duas, hoc est duas societates hominum; quórum est una quae praedestinata est in aeternum regnare cum Deo, altera aeternum suplicium subire cum diabolo”. XV,1,1.
[14] I, 35. Puede consultarse en este mismo sentido los c. 47 y 49 del libro XVIII.
[15] XVIII, 41,2.
[16] XIX, 1,1.
[17] Gilson o.c. pág. 84.
[18] 1 Jn. 2,19.
[19] Confesiones, III, 12,21
[20] Carta 43,1.
[21] 2 Tim. 3,12
[22] Sive suadibili doctrina, sive terribili disciplina”. XVIII, 51,1.
[23] Confesiones I,1.
[24] Ciudad de Dios, XIX,13.
[25]  Ibíd.,14.
[26] Ibíd.
[27] O.C. págs.85, 86

martes, 12 de julio de 2016

LA TEORÍA DE LA EVOLUCIÓN ÚLTIMO ENEMIGO DE LA FE.

LA TEORÍA DE LA EVOLUCIÓN

ÚLTIMO ENEMIGO DE LA FE




1. STATUS QAESTIONIS

            Como todos sabemos, Charles Darwin, en unión con Alfred Wallace, crea la doctrina evolucionista que niega la creación de las diversas especies biológicas e, incluso, niega la misma existencia de un Creador omnipotente.
En esta tesis de aceptación generalizada hay dos errores:
A.- Ni uno ni otro negó la creación del mundo por un Dios omnipo­tente. Si bien en algunas cartas Darwin expresa sus dudas, en sus escritos no las manifiesta para nada[1]. Por su parte, Wallace excluye al hombre de la evolución puesto que su espíritu sólo por Dios puede ser creado[2].
B.- Ni Darwin ni Wallace fueron evolucionistas.
En prueba de mi aserto me permito citar dos textos. Tomemos el primero de "El Origen de las Especies", son sus últimas palabras:
"Hay grandeza en esta concepción de que la vida, con sus diferentes facultades, fue originariamente alentada por el Creador en unas pocas formas o en una sola, y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante  ley de la gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando, a partir de un comienzo tan sencillo, infinidad de formas cada vez más bellas y maravi­llo­sas"[3]
Leamos el segundo en la obra de Gilson dedicada al tema. Darwin mismo relata su conversación con Spencer, el creador del evolucionismo, y la impresión que le produjo. Termina su testimonio con las siguientes palabras:
"Sus generalizaciones fundamentales... son de tal naturaleza que no me parecen de utilidad científica alguna. Tienen más naturaleza de definiciones que de leyes. No me ayudan a predecir lo que pasará en ningún caso particular. De cualquier manera, no me han sido de ninguna utilidad"[4].
Comprendemos, continua Gilson, que su hijo haya suprimido tal testimonio de su Autobiografía. En verdad tal confesión habría destruido la leyenda del creador del evolucionismo, puesto que su desprecio de la evolución queda patente.
Fueron varios los autores que crearon el mito más creído en la actualidad. Empezando por el hijo de Darwin, siguiendo por Thomas y Julián Huxley y, sobre todo, será Haeckel  quien se lleve la palma en el arte de convertir la teoría de Darwin en un riguroso monismo materialista[5]. Desde entonces parece reinar entre los biólogos y científicos de la naturaleza hasta el extremo de ser considerada la base de toda la ciencia moderna sin excepción[6].
Ayudados por Gilson y otros pensadores quisiéramos pulsar la solidez intelectual que presenta el, hoy por hoy, más temible enemigo de nuestra fe.

2. EL CONCEPTO DE EVOLUCIÓN

                       Todo concepto es expresado en una palabra la que no es indiferente por muy arbitraria que sea en su origen. Evolución proviene del latín (evolutio) y significa desarrollar, desplegar, recorrer. Aplicado a nuestro problema, tal teoría sostendría la aparición de nuevas formas que estaban ya determinadas, de alguna manera, en la situación anterior, a la espera de que se dieran las condiciones aptas para su plena manifestación. Ejemplo perfecto    de evolución lo tenemos en la ontogénesis de todos los seres vivos pluricelulares. Podríamos decir que esta hipótesis está ya enunciada en la teoría estoica de los logoi spermatikoi, aceptada por san Agustín y no rechazada por santo Tomás[7]. Sin embargo, como es fácil de apreciar, tal hipótesis poco o nada tiene que ver con las ideas actuales.
Hemos de reconocer que ha sido Gilson quien ha tenido el mérito de desvelar la contradicción interna disimulada en el moderno uso de la palabra evolución. Al terminar su estudio, el conocido historiador de la filosofía exclama: "Las palabras tienen su importancia. Evolution prestó, sobre todo, el servicio de ocultar la ausencia de una idea"[8].
A pesar de lo cual esta curiosa teoría tiene una extraordinaria vitalidad y permanencia:
"Sin duda se la debe a su particular naturaleza de híbrido de una doctrina filosófica y de una ley científi­ca; teniendo la generalización de una y la certeza demostrativa de la otra, es prácticamente indestructi­ble"[9].
En sendos capítulos "Darwin sin la evolución" y "La evolución sin Darwin" nos es explicado que el creador de la teoría es realmente Herbert Spencer, mientras Darwin crea una doctrina completamente opuesta a ella y que podríamos llamar transformista. De hecho la voz que suele usar su creador es "transmutation" y se referirá a las modificaciones o cambios que advienen a las especies, mas nunca hablará de evolución.
Lo más propio de la evolución, tal como la entiende Spencer, era la aceptación de una "fuerza" interior a la naturale­za que va organizando la materia de modo de obtener organizaciones más y más coherentes. Para lo cual acoge el concepto de adaptación a las circunstancias, propio del biólogo Lamarck; mas este concepto destruye por completo la explicación ideada por Darwin. Esta, por su parte, enfrenta una grave dificultad que su autor apreció en toda su magnitud.
En efecto, Darwin no era incapaz de apreciar la belleza, y no la reducía, ciertamente, a la física, visible, sino que apreciaba la inteligible fácilmente observable, por ejemplo, en las extraordinarias adaptaciones de las formas y figuras de los animales al ambiente en el cual se desenvuelven. Pero desde el momento que hablamos de adaptación, estamos admitiendo una finalidad; lo que daría razón a Lamarck y, por añadidura, a Spencer.
Nos hallamos aquí ante una doble adaptación: al ambiente, como acabamos de señalar, y al espectador que, gracias a ella, puede apreciarla. Todo lo cual echa por tierra la hipótesis de los cambios azarosos debidos a pequeñas transformaciones apenas perceptibles, que eran cabalmente las ideas de Wallace y Darwin. ¿Cómo salió nuestro naturalista del atolladero?
En primer lugar tiene clara conciencia del problema y de lo nocivo que resulta para su hipótesis:
"(Algunos naturalistas) creen que muchas estructuras han sido creadas por su belleza, a fin de agradar al hombre o al creador (si bien esto sobrepasa los límites de la discusión científica), o simplemente con vistas a su variedad"[10].
Si tales doctrinas fueran ciertas, añade algunas líneas más abajo,: "serían absolutamente fatales para mi teoría"[11].
¿Cómo explicar, entonces, tanta belleza? Como todo lo demás: por selección natural. Ocurre que es sumamente útil, sobre todo cuando se trata de la selección sexual.
Pero esta belleza no agota el tema. Mayor es la belleza inteligible que nos proporciona la adaptación de las partes a un fin común. Y el naturalista inglés conoce bien el tema y lo admira. Pero, en tal caso, estamos en el reino de la finalidad, porque, en definitiva,: "la belleza de las adaptaciones es la belleza de los medios respecto de sus fines"[12].
En otras palabras, estamos en el reino de la inteligen­cia, porque no es posible hablar de adaptación sin conocer el resultado final, el cual es lo último en la ejecución pero tiene que preceder, de alguna manera, todo el proceso[13]. Y solo la inteligencia puede conocer lo que aún no existe. Por esta razón Darwin tiene conciencia de que la aceptación de la belleza destruye todo su sistema. Bastaría poder demostrar que una sola cosa posee finalidad previa para que su hipótesis desaparezca. Por ello el será su enemigo jurado y cada vez que piensa en el ojo no podrá conciliar el sueño.
La clave de la respuesta de Darwin está en la palabra "previa". El está llano a aceptar la presencia de la finalidad siempre que ésta sea fruto del azar. En este sentido, quien mejor lo ha expresado ha sido J. Monod en su libro "El Azar y la Necesidad"[14]. Después de subrayar con energía que todo ser vivo es de naturaleza teleonómica, explica que tal característica se debe únicamente al azar. Habría una suerte de caldo inconmensu­rable de posibilidades debidas a los errores producidos durante la duplica­ción del ADN; la mayoría de los cuales serían eliminados por selección natural. Esta conserva tan solo los útiles para la supervivencia del ser vivo. Después de millones de errores improductivos y, por lo mismo, desechados, la selección halla uno favorable y se produce un cambio imperceptible. Sumados dichos cambios se obtendrá, al cabo de muchos miles de años, una nueva especie[15].
G. Salet le ha salido al paso al premio Nobel y ha sostenido que tal hipótesis es imposible. En virtud de la compleji­dad de lo real, para obtener una nueva combinación que haga posible un cambio importante, se necesita de una cantidad enorme de ensayos. Aplicado el cálculo de probabilidades a nuestro problema, con los datos incompletos que hoy tenemos sobre la complejidad, a nivel microscópico, de los seres vivos, obtenemos la certeza de que no habido aún tiempo suficiente ni hay la cantidad de materia necesaria para realizar todas las modificaciones azarosas que la hipótesis requiere. Su conclusión no puede ser más enfática: "La materia no ha podido organizarse espontáneamente en forma de células sobre ninguno de los trillones de planetas que existen en el universo"[16].

3. LA ACTITUD DE SANTO TOMAS

Dicen que ni Dios sabe qué pueda hallar un domínico en la obra de santo Tomás. El P. Raymond Nogar O.P. ha dedicado un libro a demostrar la verdad de la hipótesis de Darwin y a apoyarla en santo Tomás. Este es uno de aquellos libros que demuestran el aserto de Gilson ya citado: estamos ante una palabra que oculta la ausencia de toda idea. En efecto, Nogar entiende la evolución como el esfuerzo que hacen las especies para adaptarse al ambiente[17].
A su juicio, la gran dificultad estriba en comprender cómo una especie inferior puede producir una especie superior. Pero santo Tomás
"Aunque de ningún modo sospechaba las grandes modifica­cio­nes específicas en la naturaleza que ha descubierto la moderna teoría de la evolución, descubrió los principios naturales mediante los cuales era posible la modificación específica"[18].
Con gran sorpresa observamos que Nogar no acude a los lugares en los que el Santo se refiere al origen del mundo, sino que su argumentación se fundará en seis distinciones tomistas en virtud de las cuales se comprende que puede haber cambios en la naturaleza, que los individuos se subordinan a las especies, que es posible que la materia oponga resistencia a la forma y así se produzca una variación en la descendencia, etc. En otras palabras, da la impresión que, para este moderno tomista, toda explicación del cambio apoya la teoría de la evolución. El punto clave, pues, será comprender qué entiende él con tal palabra.
La vaguedad de su concepto nos desalienta: "... un proceso irreversible que, en el transcurso del tiempo, genera novedad, diversidad y niveles de organiza­ción más elevados"[19].
Estamos tanto ante el concepto de Spencer como del de Darwin, que son antitéticos entre sí, como ya vimos. Tal vez tengamos más suerte si miramos sus pruebas de la verdad de tal definición. Con sorpresa nos hallamos ante la confesión de que ninguna prueba es satisfactoria, a pesar de lo cual Nogar da su preferencia a la paleontológica. Pero, para que ésta tenga alguna validez, es preciso aceptar el principio de la "uniformidad":
"según el cual los agentes geológicos y, en general, todos los agentes físicos actúan hoy con la misma intensidad que en el pasado y, también, ordinariamente, del mismo modo. Los relojes de la naturaleza continúan hoy marcando el tiempo al mismo ritmo que antes"[20].
En otras palabras, para demostrar que hay evolución, que se supone afecta a todo en el universo, hay que suponer que ciertos aspectos de él no evolucionan jamás.
Sin advertir la gravedad de lo que afirma, para el concepto darwinista, Nogar acepta con toda naturalidad la hipótesis de Mayr, según la cual las mutaciones son perfectamente incapaces de generar evolución. Para que ésta se produzca necesitamos reconocer potencialidades latentes que hagan posible la introducción de formas nuevas[21]. Tal concepto haría las delicias Spencer, pero destruye completamente la concepción de Darwin. Y así comprendemos cuánta razón tenía Gilson al advertirnos que la fortaleza de la teoría radicaba en su indefinición que la hacía pasar de una hipótesis a su contraria sin advertirlo; rara propiedad que la hace indestructible.

4. CONCLUSION

La aparición del libro de Gilson "Réalisme Thomiste et Critique de la Connaissance" hizo que el P. G. Smith S.I.le dedicara un artículo cuyo título lo dice todo: "A Date in the History of Epistomology"[22].
Pienso que el libro que nos ha iluminado en nuestra comprensión de la hipótesis evolucionista y su contrariedad con la hipótesis darwinista merecería un elogio similar. Después de su lectura se comprende que el peor enemigo de la fe no pasa de ser un fantasma; una hipótesis ininteligible cuya fuerza radica justamente en su ininteligibilidad; que una vez aceptada la palabra se queda libre para comprender absolutamente cualquier cosa y que sirve, finalmente, para afirmar, en nombre de Darwin, exactamente lo contrario de lo que el quería sostener.
Ante panorama tan desolador para la inteligencia, resulta triste observar a tomistas modernos intentar una aproximación entre este embrollo ideológico y la magnífica claridad del Aquinate. Lo único que podemos decir es que santo Tomás acepta que la creación de Dios tenga efectos diferidos a través del tiempo, lo que sirve para explicar los mismos hechos que dieron origen a las fábulas que hoy llamamos evolucionismo sin recurrir a artimañas intelectuales que desdicen del rigor mínimo que debe exigírsele al pensamiento científico.



JUAN CARLOS OSSANDON VALDES



[1] "Puedo aseguraros que mi juicio sufre a menudo fluctuaciones... En mis mayores oscilaciones no he llegado nunca al ateísmo en el verdadero sentido de la palabra, es decir, a negar la existencia de Dios. Yo pienso, en general (y sobre todo a medida que envejez­co), la descripción más exacta de mi estado de espíritu es el agnosticismo" Carta de 1879. citada por T. Urdanoz O.P. "Historia de la Filosofía" t.V B.A.C. Madrid. 1975 pág. 281.

[2] Especialmente en su obra "Man's Place in the Universe" editada en 1903
[3] Darwin o.c. Trad. A. Froufe. Ed. Edaf. Madrid. 1985 pág. 480.

    [4]  E. Gilson "De Aristóteles a Darwin (y vuelta)" Tr. A. Clavería Eunsa 2ª ed. Pamplona 1980 pág. 158-9.
    [5]  Cfr. T. Urdanoz O.P. "Historia de la Filosofía" T. V  B.A.C.  Madrid 1975 págs. 283 a 292.
    [6]  Cfr. los testimonios que recoge Nogar O.P. en "La Evolución y la Filosofía Cristiana" (Tr. Antich. Herder. Barcelona 1967 p. 243 a 246) donde lo menos que se dice es que no hay ciencia si no es evolucionista.
    [7] cfr. S.Th. I q.69 a 2 en que santo Tomás parece preferir la opinión de san Agustín. Cfr. en el mismo sentido I q.71 a. unicus. y q.72 a. unicus.
    [8] Gilson o.c. pág. 202.
    [9] id. p. 162.
    [10] El Origen de las Especies c. V cit. por Gilson o.c. p. 190.
    [11] ibíd.
    [12] Cuénot "L'Adaptation" cit. por Gilson o.c. p. 191.
    [13] Cfr. De Potencia q.7, a 2, ad 10.; q.5, a 1, c.; S.Th. I-II q. 1, a 1 ad 1 et 3 ad 2 et 4,c; etc. 
    [14] Trad. F. Ferrer. Ed. Orbis S.A. Madrid. España 1985.
    [15] o.c. c. 7 págs. 119-132.
    [16] Salet: "Azar y Certeza" Trad. J. Garrido. Alhambra. Madrid. general 1975. Pág. 317. Cfr. su conclusión p. 376.
    [17] "La Evolución y la Filosofía Cristiana" Tr. I. Antich. Herder Barcelona. 1957 pág. 338.
    [18] o.c. pág. 315.
    [19] o.c. p. 26.
    [20] o.c. pág. 48
    [21] o.c. pág. 291.
    [22] The Maritain Volume of The Thomist p. 246-255, citado por L.E.Palacios en su introducción al "Realismo Metódico" del mismo Gilson.