miércoles, 27 de agosto de 2014

Pobre Chile.

…Otro paso más para socavar los valores, la disciplina, el orgullo y las tradiciones de nuestras FFAA. Una acción concertada por la izquierda y amparada por sus cómplices derechistas.
 
Imágenes integradas 1 
El 26 de agosto de 2014, 10:18, Nibelungo 88
 
 Con este "tumor" se da inicio al cáncer que busca socavar los valores que históricamente han hecho de nuestras FF.AA. un ejemplo para muchos países.
Incluyendo homosexuales o gente con cualquier otra desviación sexual en las FF.AA. ¿usted postularía a ellas sabiendo quienes la componen?.
 
Saludoss.
 
N - 88.
 
 
 
Tras recibir autorización de la Armada uniformado en actividad anunciará oficialmente su homosexualidad
 
24/08/2014 

Tras ser recibir una autorización especial de la Armada de Chile, el uniformado "saldrá del clóset" y hablará este miércoles en la sede del Movilh -y por una única vez- de su homosexualidad y de cómo vive su realidad en el campo laboral, familiar, de pareja.
 
El Movimiento de Integración y Liberación Homosexual (Movilh) informó este domingo que por primera vez y con autorización formal de su rama, un uniformado de la Armada de Chile anunciará públicamente este miércoles su homosexualidad, en una conferencia de prensa en la sede del organismo.
El Movilh, que consideró el hecho como histórico y una "señal" que Chile da al mundo, contó que la autorización se logró luego de conversaciones de esa organización "con la Armada que se extendieron durante todo este año".
La Armada habría autorizado a su uniformado para hablar públicamente, por una única vez, "de su homosexualidad, así como a contar la forma cómo vive su realidad en el campo laboral, familiar, de pareja".
 
"Se tratará no sólo del primer uniformado de las FFAA que en Chile hablará públicamente de su homosexualidad. En un hecho inédito en el mundo, el primer uniformado en dar este paso, lo hará en la sede de una organización de minorías sexuales y con autorización de la rama de la que forma parte, aseguró el Movilh en un comunicado.
 
"Dada la relevancia del hecho, al momento han sido invitados representantes de la Comisión de Defensa de la Cámara de Diputados, así como representantes de embajadas para que se refieran a la realidad LGBTI en las FFAA de otros países y a la señal que dará Chile al mundo con este gesto", agrega el documento.
 

VUESTRA ALMA EN EL INFIERNO. REFLEXION SANTO CURA DE ARS…

VUESTRA ALMA EN EL INFIERNO. REFLEXION SANTO CURA DE ARS…

by pajares95
Entonces Jesucristo, con el libro de las conciencias en la mano, con voz de trueno formidable, llamará a todos los pecadores para convencerlos de todos los pe­cados que hayan cometido durante su vida. Venid, impúdicos, les dirá, acercaos y leed, día por día; mirad todos los pensamientos que mancharon vuestra imaginación, todos los deseos vergonzosos que corrom­pieron vuestro corazón; leed y contad vuestros adul­terios; ved el lugar, el momento en que los co­metisteis; ved la persona con la cual pecasteis. Leed todas vuestras voluptuosidades y lascivias, leed y con­tad bien cuántas almas habéis perdido, que tan caras me habían costado. Más de mil años llevaba ya vuestro cuerpo podrido en el sepulcro y vuestra alma en el infierno, y aún vuestro libertinaje seguía arrastrando almas a la condenación. ¿Veis a esa mujer a quien perdisteis, a ese marido, a esos hijos, a esos vecinos? Todos claman venganza, todos os acusan de su perdi­ción, de que, a no ser por vosotros, habrían ganado el cielo. Venid, mujeres mundanas, instrumentos de Sa­tanás, venid y leed todo el cuidado y el tiempo que empleasteis en componeros; contad la multitud de malos pensamientos y de malos deseos que suscitasteis en las personas que os vieron. Mirad todas las almas que os acusan de su perdición. Venid, maldicientes, sembradores de falsas nuevas, venid y leed, aquí están escritas todas vuestras maledicencias, vuestras burlas, y vuestras maldades; aquí tenéis todas las disensiones que causasteis, aquí tenéis todas las pérdidas y todos los, daños de que vuestra maldita lengua fué causa principal. Id, desdichados, a escuchar en el infierno los gritos y los aullidos espantosos de los demonios. Venid, mal­ditos avaros, leed y contad ese dinero y esos bienes perecederos a los cuales apegasteis vuestro corazón, con menosprecio de vuestro Dios, y por los cuales sacrifi­casteis vuestra alma. ¿Habéis olvidado vuestra dureza para con los pobres? Aquí la tenéis, leed y contad. Ved aquí vuestro oro y vuestra plata, pedidles ahora que os socorran, decidles que os libren de mis manos. Id, mal­ditos, a lamentar vuestra miseria en los infiernos. Venid, vengativos, leed y ved todo cuanto hicisteis en daño de vuestro prójimo, contad todas las injusticias, todos los pensamientos de odio y de venganza que alimentasteis en vuestro corazón; id, desdichados, al infierno. ¡Ah, rebeldes ! mil veces os lo avisaron mis ministros, que, si no amabais a vuestro prójimo como a vosotros mismos, no habría perdón para vosotros. Apartaos de mí, malditos, idos al infierno, donde seréis víctimas de mi cólera eterna, donde aprenderéis que la venganza está reservada sólo a Dios. Ven, ven, bebedor, acércate,-mira hasta el último vaso de vino, hasta el último bo­cado de pan que quitaste de la boca de tu esposa y de tus hijos; he aquí todos tus excesos, ¿los reconoces? ¿son los tuyos realmente, o los de tu vecino? He aquí el número de noches y de días que pasaste en las tabernas, los domingos y fiestas; he aquí, una por una, las palabras deshonestas que dijiste en tu em­briaguez; he aquí todos los juramentos, todas las im­precaciones que vomitaste; he aquí todos los escánda­los que diste a tu esposa, a tus hijos y a tus vecinos. Sí, todo lo he escrito, todo lo he contado. Vete, des­dichado, a embriagarte de la hiel de mi cólera en los infiernos. Venid, mercaderes, obreros, todos, cual-quiera que fuese vuestro estado; venid, dadme cuenta, hasta el último maravedí, de todo lo que comprasteis y vendisteis; venid, examinemos juntos si vuestras medidas y vuestras cuentas concuerdan con las mías. Ved, mercaderes, el día en que engañasteis a ese niño. Ved aquel otro día en que exigisteis doblado precio por vuestra mercancía. Venid, profanadores de los Sacramentos, ved todos vuestros sacrilegios, todas vuestras hipocresías. Venid, padres y madres, dad-me cuenta de esas almas que yo os confié; dadme cuenta de todo lo que hicieron vuestros hijos y vues­tros criados; ved todas las veces que les disteis permiso para ir a lugares y juntarse con compañías que les fueron ocasión de pecado. Ved todos los malos pensamientos y deseos que vuestra hija inspiró; ved todos sus abrazos y otras acciones infames; ved todas las palabras impuras que pronunció vuestro hijo. Pero, Señor, dirán los padres y madres, yo no le mandaba tales cosas. No importa, les dirá el juez, los pecados de tus hijos son pecados tuyos. ¿Dónde están las virtudes que les hicisteis practicar? ¿dónde los buenos ejemplos que les disteis y las buenas obras que les mandasteis hacer ? ¡Ay! ¿qué va a ser de esos padres y madres que ven cómo van sus hijos, unos al baile, otros al juego o a la taberna, y viven tranquilos? ¡ Oh, Dios mío, qué ceguera ! ¡Oh, qué cúmulo de crímenes, por los cua­les van a verse abrumados en aquellos terribles mo­mentos ! ¡Oh! ¡cuántos pecados ocultos, que van a ser publicados a la faz del universo ! ¡Oh, abis­mos de los infiernos! abríos para engullir a esas mu­chedumbres de réprobos que no han vivido sino para ultrajar a su Dios y condenarse.
Pero entonces, me diréis, ¿todas las buenas obras que hemos hecho de nada servirán? Nuestros ayunos, nuestras penitencias, nuestras limosnas, nuestras co­muniones, nuestras confesiones, ¿quedarán sin recom­pensa? No, os dirá Jesucristo, todas vuestras oraciones no eran otra cosa que rutinas; vuestros ayunos, hi­pocresías; vuestras limosnas, vanagloria; vuestro trabajo no tenía otro fin que la avaricia y la codicia; vuestros sufrimientos no iban acompañados sino de quejas y murmuraciones; en todo cuanto hacíais, yo no entraba para nada. Por otra parte, os recompensé con bienes temporales: bendije vuestro trabajo ; di fertilidad a vuestros campos y enriquecí a vuestros hi­jos; del poco bien que hicisteis, os di toda la recom­pensa que podíais esperar. En cambio os dirá Jesús, vuestros pecados viven todavía, vivirán eternamente delante de Mí ; id, malditos, al fuego eterno, preparado para todos los que me despreciaron durante su vida.
Santo Cura de Ars

viernes, 22 de agosto de 2014

La alergia de los obispos españoles a la liturgia tradicional

La alergia de los obispos españoles a la liturgia tradicional

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Acción Litúrgica, excelente página española que nunca me cansaré de recomendar por su sensatez, su servicio eclesial a la liturgia en todos sus ritos y modos, la belleza des sus imágenes, la información de lo que ocurre en todos los lugares del mundo, lleva precisa cuenta de los cardenales y obispos que han oficiado o asistido al modo extraordinario del rito latino. De la misma tomamos la relación de quienes lo han hecho en el año de pontificado de Su Santidad Francisco, aunque también encontraréis en ella la de todos los pastores que como tales la han celebrado o han participado en coro a ella. 
Es en verdad sorprendente el escasísimo número de cardenales y obispos españoles, comparados con los de otras naciones, que se han dignado hacerse presentes en el modo extraordinario. En el año transcurrido desde la llegada al solio pontificio del Papa Francisco sólo un obispo español, Don Juan Antonio Martínez Camino, auxiliar de Madrid, figura en la relación. ¿Qué le ocurre  a nuestros obispos en comparación con los de otros países? Porque tiene difícil explicación. Es cierto que nuestro catolicismo no es precisamente entusiasta del modo extraordinario pero aquellos fieles que con tesón admirable mantienen la vieja y secular liturgia, con la que se santificaron insignes figuras del santoral de la Iglesia, bien se merecen la alegría de ver que sus pastores también están con ellos. Que no son unos hijos a los que su padre no les quiere.
Y voy a hacer una petición a dos de ellos. A quienes jamás se les ha visto por estas periferias. Periferias en España que en otros lugares no lo son. La primera al presidente de la Comisión de Liturgia de la Conferencia Episcopal que es el obispo de León, Don Julián López. Conocemos sus reservas aunque no las entendamos. Pero, por razón de cargo, debería, señor obispo, aunque sea por una única vez, hacerse presente en una liturgia tradicional. Y ya vería como no le iban a salir sarpullidos ni experimentar náuseas. La segunda, al presidente de la Conferencia episcopal, el arzobispo de Valladolid, Don Ricardo Blázquez. Parece que en su diócesis va cuajando el intento de algunos fieles por restaurar allí el santo sacrificio según el misal de Juan XXIII. Si eso llegara, y del arzobispo dependerá, hágase usted presente en alguna de esas misas. No necesitan aprenderla ni el obispo de León ni el arzobispo de Valladolid. Simplemente en coro. No se iban a arrepentir. Y si aquello les pareciera algo intolerable entonces se lo deberían hacer mirar. Porque algo grave estaría fallando en su corazón de pastores.
Os dejo la lista de los sucesores de los Apóstoles que han celebrado la misa tradicional o asistido a ella bajo el pontificado de Francisco. Con tan escasísima representación de España. Vuelva, Don Demetrio, con eso hijos de Córdoba que saben que le quieren y que fueron felices con sus presencia. Una vez al año no hace daño. Y Don Francisco, en Canarias, donde será recibido esta vez sin sorpresa pero con igual cariño. Acérquese, Don Juan José, alguna vez a la celebración por el modo extraordinario de eos hijos que sabe le están agradecidísimos. Y Don Francisco en Pamplona, que es el único obispo español que la tiene en su catedral. Le esperan a usted, Don Carlos, en Valencia. Y a Don Carlos, en Valencia y a Don Juan Manuel en Murcia. Y a Don Braulio o a Don Ángel en Toledo. Y a Don Bernardo en Tenerife. Y a Don Jesús o a Don Juan Antonio en Gijón. A Don Ángel en Segovia. De Madrid no digo nada porque ya Don Juan Antonio se hizo presente con gran alegría de todos. Don Jesús en Málaga. Don Juan Antonio en Alcalá. Y alguno más, si lo hubiere, que se me haya pasado. Son hijos que piden pan. Que pan es la alegría de encontrarse con su obispo. Obispos que, por otra parte, han dado muestras de generosidad con esos hijos suyos. Un pasito más. Alguna vez. Seguro que iban a quedarse contentos. No cito a Don Manuel en Zaragoza porque allí no hay misa establecida de modo permanente aunque, si llegara a haberla, no me cabe duda de que su corazón generoso se haría presente. No sería la primera vez.
Pues ésta es la lista de los obispos que han celebrado por el modo extraordinario o asistido a él desde que el Papa Francisco llegó a Roma:
Con el Obispo de Oakland, son ya 355 los Señores Cardenales y Obispos presentes en la Liturgia tradicional desde la entrada en vigor del motu proprio Summorum Pontificum. Los siguientes, además, bajo el Pontificado de Su Santidad el Papa Francisco:
 
- Cardenal Barbarin, de Francia.
- Cardenal Bartolucci, de Italia (+ 2013).
- Cardenal Brandmüller, de Alemania.
- Cardenal Burke, de Estados Unidos.
- Cardenal Castrillón Hoyos, de Colombia.
- Cardenal DiNardo, de Estados Unidos.
- Cardenal Sandoval, de México.
- Cardenal Zen, de Hong-Kong.
- Arzobispo titular de Bagnoregio y Secretario de Ecclesia Dei (Monseñor Pozzo).
- Arzobispo de Brisbane (Monseñor Coleridge).
- Arzobispo de Cardiff (Monseñor Stack).
- Arzobispo de Denver (Monseñor Aquila).
- Arzobispo de Ferrara (Monseñor Negri).
- Arzobispo titular de Gradisca y Nuncio emérito (Monseñor Bacqué).
- Arzobispo de Lipa (Monseñor Argüelles).
- Arzobispo de Louisville (Monseñor Kurtz).
- Arzobispo de Malinas-Bruselas (Monseñor Leonard).
- Arzobispo de Montpellier (Monseñor Carré).
- Arzobispo de Morelia (Monseñor Suárez Inda).
- Arzobispo de Nottingham (Monseñor Mc-Mahon).
- Arzobispo de Omaha (Monseñor Lucas).
- Arzobispo de Ottawa (Monseñor Prendergast).
- Arzobispo de Poitiers (Monseñor Wintzer).
- Arzobispo de Portland (Monseñor Sample).
- Arzobispo de San Francisco (Monseñor Cordileone).
- Arzobispo de Singapur (Monseñor Goh Seng Chye).
- Arzobispo de Tours (Monseñor Aubertin).
- Arzobispo de Trieste (Monseñor Crepaldi).
- Arzobispo de Vaduz (Monseñor Haas).
- Arzobispo de Vancouver (Monseñor Miller).
- Nuncio de Su Santidad en Irlanda (Monseñor Brown).
- Nuncio de Su Santidad en Holanda (Monseñor Bacqué).
- Obispo de Aire y Dax (Monseñor Gaschignard).
- Obispo de Agen (Monseñor Herbreteau).
- Obispo de Ajaccio (Monseñor De Germay).
- Obispo de Augsburgo (Monseñor Zdarsa).
- Obispo de Beauvois, Noyon y Senlis (Monseñor Benoît-Gonnin).
- Obispo de Bridgeport (Monseñor Caggiano).
- Obispo de Brisbane (Monseñor Coleridge).
- Obispo de Charlotte (Monseñor Jugis).
- Obispo de Chartres (Monseñor Pansard).
- Obispo de Chur (Monseñor Huonder).
- Obispo de Ciudad del Este (Monseñor Livieres).
- Obispo de Covington (Monseñor Foys).
- Obispo de Frejus-Toulon (Monseñor Rey).
- Obispo de Kansas-City (Monseñor Finn).
- Obispo de Lieja (Monseñor Delville).
- Obispo de Limoges (Monseñor Kalist).
- Obispo de Lincoln (Monseñor Conley).
- Obispo de Lismore (Monseñor Jarrett).
- Obispo de London, Ontario (Monseñor Fabbro).
- Obispo de Luçon (Monseñor Castet).
- Obispo de Madison (Monseñor Morlino).
- Obispo de Manchester, NH (Monseñor Libasci).
- Obispo de Montauban (Monseñor Ginoux).
- Obispo de Mouila (Monseñor Madega).
- Obispo de Oakland (Monseñor Barber).
- Obispo de Patterson (Monseñor Serratelli).
- Obispo de Pensacola-Tallahassee (Monseñor Parkes).
- Obispo de Portsmouth (Monseñor Egan).
- Obispo de  Rzeszów (Monseñor Wątroba).
- Obispo de Saint Etienne (Monseñor Lebrun).
- Obispo-Admón. San Juan María Vianney (Monseñor Áreas Rifán).
- Obispo de San Miniato (Monseñor Tardelli).
- Obispo de Shrewsbury (Monseñor Davies).
- Obispo de Siauliai (Monseñor Bartulis).
- Obispo de Springfield (Monseñor Paprocki).
- Obispo de Tulsa (Monseñor Slattery).
- Obispo de Versalles (Monseñor Aumonier).
- Obispo Auxiliar de Astana (Monseñor Schneider).
- Obispo Auxiliar de Chicago (Monseñor Perry).
- Obispo Auxiliar de Detroit (Monseñor Reiss).
- Obispo Auxiliar de Detroit (Monseñor Hanchon).
- Obispo Auxiliar de Guadalajara (Monseñor Gutiérrez Valencia).
- Obispo Auxiliar de Guadalajara (Monseñor González González).
- Obispo Auxiliar de La Serena (Monseñor Gleisner Wobbe).
- Obispo Auxiliar de Madrid (Monseñor Martínez Camino).
- Obispo Auxiliar de Melbourne (Monseñor Elliot).
- Obispo Auxiliar de París (Monseñor Beau).
- Obispo Auxiliar de Portoviejo (Monseñor Castillo Pino).
- Obispo Auxiliar de Río de Janeiro (Monseñor Costa Souza).
- Obispo Auxiliar de Roma (Monseñor Zuppi).
- Obispo Auxiliar de Vác (Monseñor Lajos).
- Obispo Emérito Castrense de Argentina (Monseñor Baseotto).
- Obispo Emérito de Christchurch (Monseñor Meeking).
- Obispo Emérito de Colonia (Monseñor Dick).
- Obispo Emérito de Fiesole (Monseñor Giovannetti).
- Obispo Emérito de Funchal (Monseñor de Faria).
- Obispo Emérito de Lincoln (Monseñor Bruskewitz).
- Obispo Emérito de Oakland (Monseñor Cummins).
- Obispo Auxiliar de Sâo Sebastiâo do Rio de Janeiro (Monseñor César Costa).
- Obispo Emérito de Scranton (Monseñor Timlin).
 
Un único obispo español. Parece muy escasa presencia.   

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La fiesta del Inmaculado Corazón de María.

INMACULADO CORAZÓN
DE MARÍA

INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA

  • La fiesta del Inmaculado Corazón de la bienaventurada Virgen María.
  • En Roma, en la vía Ostiense, el triunfo de san Timoteo, Mártir, el cual, detenido por Tarquino, Prefecto de la Ciudad, y maltratado en larga prisión, como no quisiese sacrificar a los ídolos, por tres veces azotado y atormentado con gravísimos suplicios, fue por fin degollado.
  • En el Puerto Romano, san Hipólito, Obispo, muy esclarecido por su saber, el cual, en tiempo del Emperador Alejandro, por su admirable confesión de la fe, atado de pies y manos y precipitado en una profunda hoya llena de agua, consiguió la palma del martirio. Su cuerpo fue sepultado por los Cristianos junto al mismo lugar.
  • En Autún, san Sinforiano, Mártir, el cual, en tiempo del Emperador Aureliano, no queriendo sacrificar a los ídolos, fue primeramente azotado, después encerrado en una cárcel, y por último, cortada la cabeza, consumó el martirio.
  • En Todi de la Umbría, el tránsito de san Felipe Benicio, Confesor, Florentino, que fue propagador de la Orden de Siervos de la bienaventurada Virgen María, y varón de eximia, humildad, y por el Sumo Pontífice Clemente X puesto en el número de los Santos. Su fiesta se celebra el día siguiente.
  • En Roma, san Antonino, Mártir, el cual, confesando libremente que era Cristiano, de orden del Juez Vitelio fue sentenciado a pena capital y enterrado en la vía Aurelia por el Presbítero Rufino.
  • En Tarso de Cilicia, la conmemoración de los santos Atanasio, Obispo y Mártir, Antusa, noble señora, a quien él había bautizado,y dos siervos de ésta, Carisio y Neófito, Mártires; los cuales padecieron en tiempo del Emperador Valeriano.
  • En el Puerto Romano, los santos Mártires Marcial, Saturnino, Epicteto, Mapril y Félix, con sus Compañeros.
  • En Nicomedia, el martirio de los santos Agatónico, Zótico y Compañeros Mártires, imperando Maximiano y siendo Presidente Eutolmio.
  • En Reims de Francia, los santos Mártires Mauro y sus Compañeros.
  • En España, los santos Mártires Fabriciano y Filiberto.
  • En Pavía, san Guniforte, Mártir.
Y en otras partes, otros muchos santos Mártires y Confesores, y santas Vírgenes.
R. Deo Gratias.


INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA


Después de consagrar en plena Guerra Mundial todo el género humano al Inmaculado Corazón de María, para ponerlo bajo la protección de la Madre del Salvador, decretó el Papa Pío XII, en 1944, que toda la Iglesia celebrase anualmente una fiesta en honor del Inmaculado Corazón de María, el 22 de agosto, día de la octava de la fiesta de la Asunción.

La devoción del Corazón de María es ya antigua. San Juan Eudes la propagó en el s. XVII, uniéndola a la del Sagrado Corazón de Jesús.

En el s. XIX, Pío VII, primero, y después Pío IX concedieron a muchas iglesias particulares una fiesta del Purísimo Corazón de María, señalada primeramente para el domingo después de la Asunción, y luego para el sábado que sigue a la fiesta del Sagrado Corazón. Al fijar el 22 de agosto la Fiesta del Inmaculado Corazón de María, y extenderla a toda la Iglesia, le asignó Pío XII como fin el obtener, por intercesión de la santísima Virgen, “la paz entre las naciones, la libertad de la Iglesia, la conversión de los pecadores, el amor a la pureza y la práctica de las virtudes”.

PLEGARIA DE CONFIANZA
AL DULCE CORAZÓN DE MARÍA

¡Oh Corazón de María!, el más amable y compasivo de los corazones después del de Jesús, Trono de las misericordias divinas en favor de los miserables pecadores; yo, reconociéndome sumamente necesitado, acudo a Vos a quien el Señor ha puesto todo el tesoro de sus bondades con plenísima seguridad de ser por Vos socorrido. Vos sois mi refugio, mi amparo, mi esperanza; por esto os digo y os diré en todos mis apuros y peligros: ¡Oh dulce Corazón de María, sed la salvación mía!

Cuando la enfermedad me aflija, o me oprima la tristeza, o la espina de la tribulación llegue a mi alma: ¡Oh Corazón de María, sed la salvación mía!

Cuando el mundo, el demonio y mis propias pasiones coaligadas para mi eterna perdición me persigan con sus tentaciones y quieran hacerme perder el tesoro de la divina gracia: ¡Oh Corazón de María, sed la salvación mía!

En la hora de mi muerte, en aquel momento espantoso de que depende mi eternidad, cuando se aumenten las angustias de mi alma y los ataques de mis enemigos: ¡Oh dulce Corazón de María, sed la salvación mía!

Y cuando mi alma pecadora se presente ante el tribunal de Jesucristo para rendirle cuenta de toda su vida, venid Vos a defenderla y a ampararla. Y entonces, ahora y siempre: ¡Oh dulce Corazón de María, sed la salvación mía!

Estas gracias espero alcanzar de Vos, Oh Corazón amantísimo de mi Madre, a fin de que pueda veros y gozar de Dios en Vuestra compañía por toda la eternidad en el cielo. Amén.


ORACIÓN
Oh Dios omnipotente y eterno, que has preparado en el Corazón de la Bienaventurada Virgen María una morada digna del Espíritu Santo; concédenos en tu bondad que, celebrando devotamente la fiesta de su Inmaculado Corazón, podamos vivir según el tuyo. Por J. C. N. S.



Fuentes: Martirologio Romano (1956), Misa Diario, por Dom Gaspar Lefebvre, Devocionario Católico.

jueves, 21 de agosto de 2014

Verdaderas Mentiras

MIÉRCOLES, 20 DE AGOSTO DE 2014

Verdaderas Mentiras

          Días atrás una voz de mujer joven, que decía ser periodista del programa “Mentiras Verdaderas” de La Red, me llamó para pedirme que asistiera a ser entrevistado por su conductor, a quien yo de pasada había  visto conversando en pantalla con variados personajes que decían cosas truculentas del Gobierno Militar, como evidente contribución de continuidad a la “Campaña Nacional de Lavado Cerebral” que se desarrolla en esta larga y angosta faja de tierra desde 1990 y a la cual Sebastián Piñera hiciera una tan significativa contribución en septiembre de 2013.
 
No tengo ningún interés en aparecer en la TV y sólo acepto concurrir a ella en cumplimiento de mi misión, bastante solitaria, de casi único cerebro-todavía-no-lavado y que conserva un recuerdo lúcido de la verdad histórica previa a la transformación de los agresores en “agredidos”, de los victimarios en “víctimas” y de los totalitarios en “demócratas”, conjunto de travestidos que le cuestan 300 millones de dólares anuales al erario como compensación por el “injusto perjuicio” que se les ha inferido de no haberles dejado en 1973 transformar nuestra “democracia burguesa” en una “democracia popular” como la de Cuba, Corea del Norte o Alemania del Este.
 
Entonces acepté ir a “Mentiras Verdaderas” el martes a las 22.30. Mails y llamados posteriores a la invitación añadieron que también iría el ¿ex? guerrillero del FPMR, Enrique Villanueva Molina, recientemente premiado por un juez de izquierda con una pena de “libertad vigilada” como co-autor intelectual del asesinato de Jaime Guzmán, en cuya condición ha sido incansablemente entrevistado por todos los canales de TV y otros medios interesados en conocer su interesante versión sobre la historia de Chile desde 1973 a la fecha. No me importó compartir el panel con dicho personaje, porque tengo la seguridad de conocer algo a lo cual él no le tiene ningún respeto, pero que siempre ha prevalecido a lo largo de la historia de la Humanidad, aunque no en el Chile actual todavía: la verdad.
 
Entonces recibí un llamado adicional de una productora periodística, pidiéndome adelantar mi llegada y estar a las 22 horas en  el canal, con lo cual cumplí. Fui llevado por una amable jovencita a una sala donde no se podía ver el programa, pero en la cual había tres vasos de Coca Cola o algún sustituto del mismo color y un plato de sándwiches que no probé. Conversé con ella de diversos temas, hasta que se asomó un personaje de barba breve que me hizo una sorprendente advertencia: yo no debería, me dijo, tratar con “lenguaje denigrante” al ex guerrillero. Después entró el conductor y me saludó brevemente, sin decirme nada. 
 
Pasó el tiempo y hasta la jovencita simpática se aburrió y se fue. A alrededor de las 23 horas me condujeron a un pasillo del edificio, donde había una cámara. Me pusieron unos audífonos y me sentaron en una silla pequeña pero elevada desde la cual podía ver en el suelo un pequeño televisor en blanco y negro que transmitía la entrevista en el set principal, y a la cual yo había creído ser invitado, del conductor al ex guerrillero Villanueva que, según todo indicaba, ya llevaba largo tiempo en cámara. El programa constituía una apología de la labor del FPMR y de sus proezas. Noté que periódicamente aparecía mi imagen, trepado a la silla pequeña y alta en un pasillo, donde yo parecía tener los ojos cerrados y el labio inferior levemente caído. Supongo que era para que los telespectadores se rieran. Además, cada cierto rato mi lamentable imagen se congelaba, así es que dejé de mirar hacia abajo al televisor en blanco y negro y cerré la boca. Mientras, el ex guerrillero seguía en su extenso panegírico de sus patrióticas actividades, abundantemente estimulado por el conductor. Éste se dignó dirigirme algunas preguntas a través de los audífonos, lo que me permitió formular desde mi exilio en el pasillo tres o cuatro observaciones en defensa de la verdad histórica, en medio del torrente de la apología del FPMR que se desarrollaba en el set principal del programa.
 
A esas alturas se me hizo evidente que había caído en una trampa izquierdista y que sólo debía escapar cuanto antes del ridículo a que estaba siendo expuesto.
 
Alrededor de las 23.30 pude por fin bajar de la silla alta y pequeña del pasillo y abandonar el nuevo local de La Red en Quilín, acompañado de la amable joven que me había recibido, a la cual pregunté quién era el dueño del canal, y me respondió que un magnate mexicano de la TV. Inmediatamente lo supuse cómplice de las tropelías de la extrema izquierda en su estación chilena.
 
Al regreso a mi hogar a la medianoche tuve una hostil recepción, mientras en La Red continuaba la apología del Frente. En mi casa fui víctima de manifestaciones presenciales y telefónicas de crítica por haberme prestado a ser objeto de un vejamen televisivo tan ostensible y lamentable. 
 
A todo respondí que lo hacía en aras de salvar a la Patria de las “tinieblas del error”, pues hoy está secuestrada permanentemente en manos de la extrema izquierda y los kerenskys, auxiliados por una “Derecha Muerta Caminando”, integrada por desmemoriados, tránsfugas, arrepentidos y panegiristas de Aylwin y de su carnal Piñera. La una y la otra nos llevan de la mano a convertirnos en el próximo Brasil, que a su turno será la próxima Argentina y ésta la próxima Venezuela, que se transformará a su vez en la próxima Cuba, mientras se pierde en la noche de los tiempos el recuerdo de la que alguna vez fuera descrita como “la joya más preciada de la corona latinoamericana”.
Publicado por Hermógenes Pérez de Arce en 17:37 
 

miércoles, 20 de agosto de 2014

El decálogo del coraje cívico:

El decálogo del coraje cívico:
 
“No escribirá, no firmará, no publicará de modo alguno una sola frase que, en su opinión, tuerza la verdad.
 
Dejará inmediatamente la reunión, la sesión, la conferencia, el espectáculo, el cine en cuanto escuche del orador la mentira, la sandez ideológica o la propaganda desvergonzada.
 
No se suscribirá y no adquirirá en números sueltos el diario o la revista donde la información es tergiversada y son ocultados los hechos de primera importancia.
 
Ni en conversación privada, ni públicamente, ni mediante declaración escrita, ni como propagandista, maestro o educador; ni desempeñando un papel en el teatro; ni artísticamente, esculturalmente, fotográficamente, técnicamente, musicalmente, no representará, no acompañará, no transmitirá un solo pensamiento falso, una sola verdad tergiversada, que pueda discernir.”
 
Aleksandr Solzhenitsyn.
 

martes, 19 de agosto de 2014

Me llegó este correo de un amigo .

Desgraciadamente la pesadilla no ha terminado para los cristianos de Iraq. Arrancan sus cabezas y las pinchan sobre las vallas. Hasta los niños encuentran la muerte. Un genocidio brutal.
Estados Unidos ha enviado armas y lanza desde el aire ayuda humanitaria. Francia y Gran Bretaña han empezado a dar apoyo militar. Pero, la Unión Europea, ¿qué hace?
De momento no han sido capaces de alcanzar un acuerdo. En la reunión del 15 de agosto acordaron que cada país "individualmente” puede enviar ayuda militar. Pero nosotros pedimos que haya asilo europeo a los cristianos perseguidos y que la ayuda al desarrollo esté condicionada por el respeto a la libertad religiosa.
El próximo 28 hay un nuevo encuentro informal. Tenemos una nueva oportunidad y según me cuentan, JUAN CARLOS, tenemos bastantes posibilidades de lograrlo:
Acabo de leer el testimonio de un médico español en el kurdistán, al norte de Iraq. Es tremendo. Quiero compartirlo contigo. Estoy seguro que te va a conmover. Se llama Juan Luis Ney Sotomayor y esto es lo que cuenta en el diario El Mundo:
"No puedo cerrar los ojos ante la barbarie. Forma parte de mi trabajo. Aparece delante de mí todos los días. Y no pienso darle la espalda. Si lo hiciera traicionaría mis principios y mi forma de entender la vida. Veo miles de cuerpos quebrados por el dolor. Escucho cientos de relatos, a cada cual más cruel, del sufrimiento vivido. Siento los sollozos interminables de los niños. Sus lágrimas es lo que más me afecta. Son miradas que reflejan todo el horror padecido”

"Es un genocidio medieval. El terror por el terror. Lo más duro ha sido recoger críos heridos después de un ataque yihadista contra una columna de refugiados, y no poder trasladarlos a todos. Es una sensación de impotencia brutal. Me gustaría salvarlos a todos. Apartarles de este horror. No puedo. Los hay de todas las edades: recién nacidos, lactantes, niños pequeños y adolescentes. Lo que más me duele es no poder atenderlos como necesitan. (…)
En todas ellas han tenido lugar las más horribles matanzas: degollamientos públicos, fusilamientos masivos, crucifixión de infieles, enterramiento de mujeres y niños vivos. Lo más espantoso que uno pueda imaginar ha sido superado por la realidad. Testigos directos me han relatado como la ciudad de Mosul está repleta de cabezas cortadas colgadas del tendido eléctrico"
"Y a los crímenes de guerra les ha seguido la catástrofe humanitaria. Centenares de miles de personas perdidas en el desierto sin víveres, sin agua, andando descalzos, soportando temperaturas de 55º C. No se sabe la cantidad de personas que han muerto así. Seguramente las más débiles: ancianos, mujeres, enfermos, niños y los que tenían menos alimentos. Muchas de estas columnas de refugiados han sido atacadas con fuego de artillería por las milicias del IS. Yo denuncio abiertamente la comisión de un genocidio contra la población civil en Irak. (…)
Mi intención es permanecer en Erbil hasta el último momento. Pero sé que cuando me vaya, detrás de mí siempre quedarán los niños"
Es impresionante, JUAN CARLOS. Brutal. Un genocidio practicado ante el silencio de la comunidad internacional y de los grandes medios de comunicación.
Podemos hacer algo. ¡Debemos hacer algo!
Gracias, JUAN CARLOS, por defender a nuestros hermanos cristianos perseguidos, asesinados, masacrados hasta el genocidio.
Estoy seguro de que vamos a lograr mover la voluntad de la Unión Europea.
Cualquier novedad, te voy contando
Un fuerte abrazo,

Luis Losada Pescador y todo el equipo de CitizenGO
PD. Si ya firmaste esta campaña, por favor, compártela con tus familiares y amigos. ¡Tenemos que frenar este genocidio!
PD2. Puedes leer el testimonio íntegro de Juan Luis Ney Sotomayor, aquí
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lunes, 18 de agosto de 2014

Médico salvadoreño narra las impresiones de su viaje a Cuba.

Médico salvadoreño narra las impresiones de su viaje a Cuba.

Hablar de Cuba es hablar de un paraíso donde la belleza natural se entremezcla con el sueño de todo un pueblo bueno y trabajador.
Estoy sentado en el balcón de un hotel de La Habana, viendo uno de los atardeceres más alucinantes que jamás haya imaginado, con una mezcla de sentimientos tan fuertes como el olor de los puros cubanos. Pensé que escribir unas líneas sobre Cuba iba ser de lo más sencillo después de estar aquí por una semana, pero es difícil ser objetivo cuando las ideas se nublan y los ojos se humedecen constantemente con la cantidad de sensaciones vividas en estos días. Fui invitado por las autoridades de salud de este bello país con motivo de un congreso médico, organizado por los galenos cubanos.
En el congreso tuve la oportunidad de ver al legendario Fidel Castro, que no es más que los restos de lo que ha de haber sido un fornido guerrillero. Llegó fuertemente custodiado en su caravana de tres Mercedes Benz negros, iguales a los que utilizo el general Pinochet y también Idi Amin, dictador del África. Casualidades de la vida, pensé.

Vimos un anciano vestido de verde olivo hablar confusamente en el foro por más de una hora sobre mil cosas, palabras sueltas, sin mensaje alguno, desde la guerra en Iraq hasta los mosquitos que causan el dengue.

Como médico llegué a Cuba sabiendo que si bien aquí no habría libertades, el sistema de salud era uno de los mejores del mundo, pues así lo reflejan sus indicadores de salud y sociales y nos lo repiten constantemente los dirigentes del FMLN.

No sé que parámetros utilizan los políticos en Cuba,
pero ayer un niño que parecía de siete años me contó que acababa de cumplir 15 años, y en sus pellejos traslucía una desnutrición severa y crónica.

Pedimos visitar un hospital y se nos llevó a un
hospital turístico exclusivo para extranjeros, elegante e impecablemente limpio, para después enterarnos que los hospitales públicos están paupérrimos y se ven más destrozados que nuestro hospital Rosales.

Son viejos, con filas eternas de gente esperando ser atendida, escasos de medicinas y con un personal de salud exigiendo, por debajo de la mesa, algunos dólares extras a los usuarios si quiere que el enfermo se atienda oportunamente y con las mejores medicinas.

Y mi mayor sorpresa fue saber que un médico especialista gana por mes la cuantiosa suma de $20.00. Así es, 20 dólares al mes, cuando una botella de agua cuesta $1 en la calle.
Agua que no se puede tomar del chorro pues está contaminada, según nos advirtieron los colegas de Cuba.
Si todo esto sucede en La Habana, me imagino lo que será en las provincias rurales. En Cuba verdaderamente no hay mendigos harapientos, ni niños descalzos deambulando por las calles.
Pero sobran los viejos, jóvenes y niños que se acercan a los turistas en los restaurantes rogando por unas monedas o un pedazo de pan.

Los turistas tienen acceso a los lugares creados exclusivamente para ellos, hoteles gigantescos, restaurantes de lujo, todo en dólares por supuesto.
Los cubanos solo pueden ser testigos pasivos de la buena vida que se ofrece al extranjero.
Como me comentó un amigo taxista, con los ojos humedecidos por la rabia y la tristeza: acá los turistas son los humanos y nosotros somos los extraterrestres.

Descubrir Cuba y su gente es descubrir el heroísmo y la valentía de un pueblo que vive, o más bien sobrevive en un régimen de opresión, miedo y miseria.
Gracias al auge del turismo que hay en este país, los cubanos pueden ver ahora las diferencias entre ellos y el mundo libre.

Al bajar del avión se me acercó calladamente un señor y luego de preguntarme de dónde era, me pidió
un periódico de El Salvador; están hambrientos de noticias reales del mundo real, no de este fantasma creado por sus autoridades, que acá ya nadie se la cree.
Muchos me han preguntado por nuestro ex-presidente Flores, quieren saber cómo es su personalidad, están impresionados con él, ya que es el único que ha puesto a Fidel en su sitio.

De esto se han enterado porque alguien les ha contado, ya que esta noticia, como muchas otras, nunca se transmitió en Cuba.

La semana pasada fueron fusilados en La Habana tres jóvenes porque soñando con su libertad, trataron de
huir de Cuba en una lancha robada.
Por este grave delito, fueron juzgados en un día y 24 hs. después, fusilados salvajemente, como ejemplo para el pueblo de lo que le puede suceder al que esté en contra del régimen.

Cuando me contaba este injusto hecho, una hermosa cubana con una mirada conformista, sólo se me ocurrió decirle que hay que tener fe en que las cosas van a cambiar pronto.
Qué estúpido me sentí cuando me contestó
que eso esperan desde hace 52 años y acá siguen muriendo muchos.
Unos a tiros, como estos tres jóvenes y cientos que viven pero les han fusilado la esperanza de ser libres, trabajar y superarse, de exigir sus derechos sin ser reprimidos.
Pero sería injusto hablar de Cuba y sólo mencionar
las miserias de un régimen obsoleto y tirano.
Y AHORA siguen Venezuela, Ecuador, Bolivia-Nicaragua.        Hablar de
Cuba es hablar, del ritmo y de la calidez de su gente,
de la mirada buena de su pueblo, de las bellezas de sus calles
con olor a sal, tabaco y ron.
 
Hablar de Cuba es hablar de un paraíso donde la belleza natural se entremezcla con el sueño de todo un pueblo bueno y trabajador que sigue esperando su verdadera revolución...
* Dr. Rodrigo Siman Siri. 
Director Nacional Programa Nacional de Infecciones de Transmisión Sexual ITS/VIH/SIDA
 MINISTERIO DE SALUD, EL SALVADOR
*Médico Pediatra
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SUPERCONSEJO
 Cuando algo no sea justo no puedes guardar silencio.. Y TODAVÍA EXISTEN PERSONAS QUE CREEN QUE TODO ES PROPAGANDA DE LOS OPOSITORES.

sábado, 16 de agosto de 2014

EL MISTERIO DEL MÁS ALLÁ


EL MISTERIO DEL MÁS ALLÁ

 

Antonio Royo Marín, O.P.

 

AL LECTOR

 

Las siguientes páginas contienen el texto íntegro de una serie de Conferencias Cuaresmales pronunciadas por el autor en la Real Basílica de Atocha, de Madrid, que fueron retransmitidas a toda España por Radio Nacional en conexión con varias emisoras de provincias.

La resonancia verdaderamente nacional que alcanzaron aquellas conferencias, nos ha impulsado a ofrecerlas en su texto taquigráfico, a fin de conservar en lo posible la espontaneidad y el ritmo oratorio con que fueron pronunciadas.

 

I

 

EXISTENCIA DEL MÁS ALLÁ

 

Comenzamos hoy, bajo el manto y la mirada maternal de la Santísima Virgen de Atocha, esta serie de conferencias cuaresmales, cuyo tema central lo constituye El misterio del más allá.

Y, ante todo, os voy a decir por qué he escogido este tema. Son tres las principales razones que me han movido a ello:

En primer lugar, por su trascendencia soberana. Ante él, todos los demás problemas que se pueden plantear a un hombre sobre la tierra, no pasan de la categoría de pequeños problemas sin importancia. No voy a invocar una conversación tenida con un alto intelectual. Salid simplemente a la calle. Preguntadle a ese obrero que se dirige a su trabajo:

–¿Adónde vas?

Os dirá: ¿Yo?, a trabajar.

–¿Y para qué quieres trabajar?

–Pues para ganar un jornal.

–Y el jornal, ¿para qué lo quieres?

–Pues para comer.

–¿Y para qué quieres comer?

–Pues..., ¡para vivir!

–¿Y para qué quieres vivir?

Se quedará estupefacto creyendo que os estáis burlando de él. Y en realidad, señores, esa última es la pregunta definitiva; ¿para qué quieres vivir?, o sea, ¿cuál es la finalidad de tu vida sobre la tierra?, ¿qué haces en este mundo?, ¿quién eres tú? No me interesa tu nombre y tu apellido como individuo particular: ¿quién eres tú como criatura humana, como ser racional?, ¿por qué y para qué estás en este mundo?, ¿de dónde vienes?, ¿adónde vas?, ¿qué será de ti después de esta vida terrena?, ¿qué encontrarás más allá del sepulcro?

Señores: éstas son las preguntas más trascendentales, el problema más importante que se puede plantear un hombre sobre la tierra. Ante él, vuelvo a repetir, palidecen y se esfuman en absoluto esa infinita cantidad de pequeños problemas humanos que tanto preocupan a los hombres. El problema más grande, el más trascendental de nuestra existencia, es el de nuestros destinos eternos.

La segunda razón que me impulsó a escoger este tema es su enorme eficacia sobrenatural para orientar a las almas en su camino hacia Dios. Este tema interesantísimo no puede dejar indiferente a nadie, porque plantea los grandes problemas de la vida humana. No se trata de una cosa fugaz y perecedera. Se trata de nuestros destinos inmortales, y esto, a cualquier hombre reflexivo tiene que llegarle forzosamente hasta lo más hondo del alma. Para encogerse de hombros ante él es menester ser un loco o un insensato irresponsable.

La tercera razón, señores, es su palpitante actualidad. Porque si este tema no puede envejecer jamás, por tratarse del problema fundamental de la vida humana, de una manera especialísima en estos tiempos que estamos atravesando adquiere caracteres de palpitante actualidad. No hay más que contemplar el mundo, señores, para ver de qué manera camina desorientado en las tinieblas por haberse puesto voluntariamente de espaldas a la luz.

Es inútil que se reúnan las cancillerías, que se organicen asambleas internacionales. No lograrán poner en orden y concierto al mundo hasta que lo arrodillen ante Cristo, ante Aquél que es la Luz del mundo; hasta que, plenamente convencidos todos de que por encima de todos los bienes terrenos y de todos los egoísmos humanos es preciso salvar el alma, se pongan en vigor, en todas las naciones del mundo, los diez mandamientos de la Ley de Dios.

Con sola esta medida se resolverían automáticamente todos los problemas nacionales e internacionales que tienen planteados los hombres de hoy; y sin ella será absolutamente inútil todo cuanto se intente.

Precisamente porque el mundo de hoy no se preocupa de sus destinos eternos, porque no se habla sino del petróleo árabe, de la hegemonía económica mundial de ésta o de la otra nación, o de cualquier otro problema terreno materialista, en el horizonte cercano aparecen negros nubarrones que, si Dios no lo remedia, acabarán en un desastre apocalíptico bajo el siniestro resplandor y el estruendo horrísono de las bombas atómicas.

 

 

Examinemos, señores, los datos fundamentales del problema.

Desde la más remota antigüedad se enfrentan y luchan en el mundo dos fuerzas antagónicas, dos concepciones de la vida completamente distintas e irreductibles: la concepción materialista, irreligiosa y atea, que no se preocupa sino de esta vida terrena, y la concepción espiritualista, que piensa en el más allá.

La primera podría tener como símbolo una sala de fiestas, un salón de baile, un cabaret, y sobre su frontispicio esta inscripción, estas solas palabras: No hay más allá. Por consiguiente, vamos a gozar, vamos a divertirnos, vamos a pasarlo bien en este mundo. Placeres, riquezas, aplausos, honores... ¡A pasarlo bien en este mundo! Comamos y bebamos, que mañana moriremos. Concepción materialista de la vida, señores.

Pero hay otra concepción: la espiritualista, la que se enfrenta con los destinos eternos, la que podría tener como símbolo una grandiosa catedral en cuyo frontispicio se leyera esta inscripción: ¡Hay un más allá! O si queréis esta otra más gráfica y expresiva todavía: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si al cabo pierde su alma para toda la eternidad?

He aquí, señores, la disyuntiva formidable que tenemos planteada en este mundo. No podemos encogernos de hombros. No podemos permanecer indiferente ante este problema colosal, porque, queramos o no, lo tenemos todos planteado por le mero hecho de haber nacido: “estamos ya embarcados” y no es posible renunciar a la tremenda aventura.

Yo comprendo perfectamente la risa y la carcajada volteriana del incrédulo irreflexivo que se hunde totalmente en el cieno, que no vive más que para sus placeres, sus riquezas y sus comodidades temporales. Lo comprendo perfectamente, porque es un insensato, un loco, que no se ha planteado nunca en serio el problema del más allá. Pero una persona que tenga un poquito de fe y otro poco de sentido común, que sepa reflexionar y que se plantee el problema del más allá, y se encoja de hombros ante él y diga: “La eternidad, ¿qué me importa eso?”, señores, eso no lo comprendo, eso no lo concibo. Ante el problema pavoroso del más allá no podemos permanecer indiferentes, no podemos encogernos de hombros. Tenemos que tomar una actitud firme y decidida, si no queremos renunciar, no ya a la fe cristiana, sino a la simple condición de seres racionales.

Precisamente estos días vengo a hablaros de este gran problema de nuestros destinos eternos: del misterio del más allá.

Esta tarde, en las primeras de mis conferencias, voy a ceñirme exclusivamente a poner en claro la existencia del más allá. Nada más.

No vengo en plan apologético. Tengo muy poca fe en la apologética, señores, como instrumento apto para convencer al que no está dispuesto a aceptar la verdad aunque brille ante él más clara que el sol. Ya lo supo decir admirablemente uno de los genios más portentosos que ha conocido la humanidad, una de las inteligencias más preclaras que han brillado jamás en el mundo: San Agustín. Un hombre que conocía maravillosamente el problema, que sabía las angustias, la incertidumbre de un corazón que va en busca de la luz de la verdad sin poderla encontrar, porque vivió los primeros treinta años de su vida en las tinieblas del paganismo. Conocía maravillosamente el problema y sabía muy bien que no hay ni pueden haber argumentos válidos contra la fe católica. No los hay, ni los puede haber, porque la verdad no es más que una, y esa única verdad no puede ser llamada al tribunal del error, para ser juzgada y sentenciada por él. Es imposible, señores, que haya incrédulos de cabeza, de argumentos, incrédulos que puedan decir con sinceridad: “yo no puedo creer porque tengo la demostración aplastante, las pruebas concluyentes de la falsedad de la fe católica”. ¡Imposible de todo punto!

No hay incrédulos de cabeza, pero sí muchísimos incrédulos de corazón. No tienen argumentos contra la fe, pero sí un montón de cargas afectivas. No creen porque no les conviene creer. Porque saben perfectamente que si creen tendrán que restituir sus riquezas mal adquiridas, renunciar a vengarse de sus enemigos, romper con su amiguita o su media docena de amiguitas, tendrán, en una palabra, que cumplir los diez mandamientos de la Ley de Dios. Y no están dispuestos a ello. Prefieren vivir anchamente en este mundo, entregándose a toda clase de placeres y desórdenes. Y para poderlo hacer con relativa tranquilidad se ciegan voluntariamente a sí mismos; cierran sus ojos a la luz y sus oídos a la verdad evangélica. ¡No les da la gana de creer! No porque tengan argumentos, sino porque les sobran demasiadas cargas afectivas.

Señores: cuando el corazón está sano, cuando no tenemos absolutamente nada que temer de Dios, no dudamos en lo más mínimo de su existencia. ¡Ah, pero cuando el corazón está corrompido...! ¿No os habéis fijado que sólo los malhechores y delincuentes –jamás las personas honradas– atacan a la Policía o la Guardia Civil?

San Agustín conocía maravillosamente esta psicología del corazón humano y por eso escribió esta frase lapidaria y genial: “Para el que quiere creer, tengo mil pruebas; para el que no quiere creer, no tengo ninguna”.

Maravillosa frase, señores. Para el que quiere creer, para el hombre honrado, para el hombre sensato, para el hombre que quiere discurrir con sinceridad, tengo mil pruebas enteramente demostrativas de la verdad de la fe católica. Pero para el que no quiere creer, para el que cierra obstinadamente su inteligencia a la luz de la verdad, no tengo absolutamente ninguna prueba.

A ese incrédulo del “corazón”, a ése que lanza su carcajada volteriana porque “no le interesan las cosas de los curas y de los frailes”, a ése no tengo que decirle absolutamente nada. Pero que no olvide, sin embargo, la frase magistral de San Agustín: “Para el que quiere creer, tengo mil pruebas; para el que no quiere creer, no tengo ninguna”.

No me dirijo al incrédulo volteriano. Me dirijo, sencillamente, al hombre de la calle, que vive quizá olvidado de Dios, pero que posee un fondo honrado y un corazón recto; a ese hombre bueno, honrado, de corazón sincero, de corazón naturalmente cristiano, pero irreflexivo y atolondrado, que no se ha planteado nunca en serio el problema del más allá. Con éste quiero hablar. Con éste quiero entablar diálogo, y le digo: “amigo, escúchame, que estoy completamente seguro de que llegaremos a un acuerdo, porque te voy a hablar a la inteligencia y al corazón y tú tienes una inteligencia sana y un corazón noble y me vas a escuchar con sincera rectitud de intención”.

Te voy a hablar de la existencia del más allá. Voy a proponerte tres argumentos. Sencillos, claros, al alcance de todas las fortunas intelectuales. En el primero, nos moveremos en el plano de las meras posibilidades. En el segundo, llegaremos a la certeza natural, o sea, a la que corresponde al orden puramente humano, filosófico, de simple razón natural. Y en tercero, llegaremos a la certeza sobrenatural, en torno a la existencia del más allá.

 

 

Primer argumento, señores. Nos vamos a mover en el plano de las meras posibilidades.

Las personas cultas que me escuchan saben muy bien que Renato Descartes quiso encontrar el principio fundamental de la filosofía planteando su famosa “duda metódica”. Se propuso dudar de todo, incluso de las cosas más elementales y sencillas, para ver si encontraba alguna verdad de evidencia tan clara y palmaria que fuera absolutamente imposible dudar de ella, con el fin de tomarla como punto de partida para construir sobre ella toda la filosofía. Y al intentar tamaña duda, escepticismo tan absoluto y universal, se dio cuenta de que estaba pensando, y al punto, lanzó su famoso entimema, que, en realidad, no admite vuelta de hoja, aunque no constituye, ni mucho menos, el principio fundamental de la filosofía: “Pienso, luego existo”.

Señores, una duda real, absoluta y universal, que no excluya verdad alguna, además de absurda e insensata, es herética y blasfema. El mismo Descartes, que era y actuó siempre como católico, se encargó de aclarar después que no había tratado en ningún momento de extender su duda universal a las verdades sobrenaturales de la fe, sino únicamente a las de orden puramente natural y humano.

Nosotros no vamos a dudar un solo instante de las verdades de la fe católica. Pero vamos a fingir, vamos a imaginarnos por un momento, que la fe católica no nos dijera absolutamente nada sobre la existencia del más allá. Es absurda tal suposición, puesto que esa existencia constituye la verdad primera y fundamental del catolicismo; pero vamos a imaginarnos, por un momento, ese disparate. Y amontonando nuevos absurdos y despropósitos, vamos a suponer, por un momento, que la razón humana no nos ofreciera tampoco ningún argumento enteramente demostrativo de la existencia del más allá, sino, únicamente, de su mera posibilidad.

¿Cuál debería ser nuestra actitud en semejante suposición? ¿Qué debería hacer cualquier hombre razonable, no ante la certeza, pero sí ante la posibilidad de la existencia de un más allá con premios y castigos eternos?

Es indudable, señores, que aún en este caso, aún cuando no tuviéramos la certeza sobrenatural de la fe sobre la existencia del más allá, y aún cuando la simple razón natural no nos pudiera demostrar plenamente su existencia y tuviéramos que movernos únicamente en el plano de las simples probabilidades y hasta de las meras posibilidades, todavía, entonces la prudencia más elemental debería empujarnos a adoptar la postura creyente, por lo que pudiera ser. Nos jugamos demasiadas cosas tras esa posibilidad: no podríamos tomarla a broma.

Reflexionad un momento. Ved lo que ocurre con las cosas e intereses humanos. Existen infinidad de Compañías de Seguros para asegurar un sin fin de cosas inseguras, sobre todo cuando se trata de cosas que, humanamente hablando, vale la pena asegurar. El mendigo harapiento que vive en una miserable chabola del suburbio de una gran ciudad, no tiene por qué preocuparse de asegurar aquella miserable vivienda; pero el que posee un magnífico palacio que vale millones de pesetas, hace muy bien en asegurarlo  contra un posible incendio, porque para él, un incendio podría representar una catástrofe irreparable. Ahora bien, al hacer el seguro contra incendios, ¿está convencido el que lo firma de que el incendio sobrevendrá efectivamente? ¡Qué va a estar convencido! Está casi seguro de que no se producirá, porque no solamente no es infalible que se produzca, sino que ni siquiera es probable. Es, simplemente, posible, nada más. No es cosa cierta, ni infalible, ni siquiera probable, pero es posible. Y como tiene mucho que perder, lo asegura y hace muy bien.

Otros hacen seguro contra el pedrisco, otros contra el robo. ¿Es que están convencidos de que sobre sus tierras vendrá el pedrisco y las arrasará, o de que vendrá el ladrón y se apoderará de los bienes de su casa? No. Están completamente convencidos de lo contrario. No habrá pedrisco y, si lo hay, quedará muy localizado y no les arruinará todas sus tierras, ni muchísimo menos. Pero para evitarse el posible perjuicio parcial, firman la póliza del seguro. No vendrá el ladrón, pero por si acaso, aseguran sus bienes de fortuna. Esta conducta, señores, es muy sensata y razonable. No se le puede poner reparo alguno.

Pues, señores, traslademos esto del orden puramente natural y humano, a las cosas del alma, al tremendo problema de nuestros destinos eternos, y saquemos la consecuencia.

Señores, aunque no tuviéramos la seguridad absoluta, ciertísima que tenemos ahora; aunque no fuera ni siquiera probable, sino meramente posible la existencia de un más allá con premios y castigos eternos (fijaos bien: con premios y castigos eternos), la prudencia más elemental debería impulsarnos a tomar toda clase de precauciones para asegurar la salvación de nuestra alma. Porque, si efectivamente hubiera infierno y nos condenáramos para toda la eternidad, lo habríamos perdido absolutamente todo para siempre. No se trata de la fortuna material, no se trata de las tierras o del magnífico edificio, sino nada menos, que del alma, y el que pierde el alma lo perdió todo, y lo perdió para siempre.

Aunque no tuviéramos certeza absoluta, sino sólo meras conjeturas y probabilidades, valdría la pena tomar toda clase de precauciones para salvar el alma. Esto es del todo claro e indiscutible. Escuchad una anécdota muy gráfica y aleccionadora:

Dos frailes descalzos, a las seis de la mañana, en pleno invierno y nevando copiosamente, salían de una iglesia de París. Habían pasado la noche en adoración ante el Santísimo sacramento. Descalzos, en pleno invierno, nevando... Y he aquí que, en aquel mismo momento, de un cabaret situado en la acera de enfrente, salían dos muchachos pervertidos, que habían pasado allí una noche de crápula y de lujuria. Salían medio muertos de sueño, enfundados en sus magníficos abrigos, y al cruzarse con los dos frailes descalzos que salían de la iglesia, encarándose uno de los muchachos con uno de ellos, le dijo en son de burla: “Hermanito, ¡menudo chasco te vas a llevar si resulta que no hay cielo!” Y el fraile que tenía una gran agilidad mental, le contestó al punto: “Pero ¡qué terrible chasco te vas a llevar tú si resulta que hay infierno!”.

El argumento, señores, no tiene vuelta de hoja. Si resulta que hay infierno, ¡qué terrible chasco se van a llevar los que no piensan ahora en el más allá, los que gozan y se divierten revolcándose en toda clase de placeres pecaminosos! Si resulta que hay infierno, ¡qué terrible chasco se van a llevar!

En cambio, nosotros, no. Los que estamos convencidos de que lo hay, los que vivimos cristianamente no podemos desembocar en un fracaso eterno. Aun suponiendo, que no lo supongo; aun imaginando, que no lo imagino, que no existe un más allá después de esta pobre vida, ¿qué habríamos perdido, señores, con vivir honradamente? Porque lo único que nos prohíbe la religión, lo único que nos prohíbe la Ley de Dios, es lo que degrada, lo que envilece, lo que rebaja al hombre al nivel de las bestias y animales. Nos exige, únicamente, la práctica de cosas limpias, nobles, sublimes, elevadas, dignas de la grandeza del hombre: “Sé honrado, no hagas daño a nadie, no quieras para ti lo que no quieras para los demás, respeta el derecho de todos, no te revuelques en los placeres inmundos, practica la caridad, las obras de misericordia, apiádate del prójimo desvalido, sé fiel y honrado en tus negocios, sé diligente en tus deberes familiares, educa cristianamente a tus hijos...”

¡Qué cosas más limpias, más nobles, más elevadas! ¿Qué habríamos perdido con vivir honradamente, aun suponiendo que no hubiera cielo? Y, en cambio, ¿qué habríamos ganado con aquella conducta inmoral si hay infierno y perdiéramos el alma por no haber hecho caso de nuestros destinos eternos?

Señores, aun moviéndonos en el plano de las meras posibilidades, les hemos ganado la partida a los incrédulos. Nuestra conducta es incomparablemente más sensata que la suya.

 

 

¡Ah!, pero tenemos argumentos mucho más fuertes y decisivos. Podemos avanzar mucho más y hasta rebasar en absoluto las meras probabilidades y entrar de lleno en el terreno de la certeza plena. Primero en un plano natural, meramente filosófico, y después, en un plano sobrenatural, en el plano teológico de la verdad revelada por Dios.

Primero la filosofía, señores. En el plano de la simple razón natural se pueden demostrar como dos y dos son cuatro, dos verdades fundamentales: la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Estas son verdades de tipo filosófico, demostrables por la simple razón natural. Hay otras verdades que rebasan el marco de la simple filosofía y entran de lleno en el terreno de la fe. Por ejemplo, si el mismo Dios no se hubiese dignado revelarnos que es uno en esencia y trino en personas, no lo hubiéramos sabido ni sospechado jamás en este mundo. La razón natural no puede descubrir, ni sospechar siquiera, el misterio de la Santísima Trinidad. Pero la simple razón natural, repito, puede demostrar de una manera apodíctica, ciertísima, la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Ahora bien, si Dios existe, si el alma es inmortal, empezad vosotros mismos a sacar las consecuencias prácticas en torno a nuestra conducta sobre la tierra.

Señores, la existencia de Dios y la inmortalidad del alma se pueden demostrar con argumentos apodícticos. No tengo tiempo para hacer ahora una demostración a fondo de ambas cosas; pero, al menos, voy a exponer los rasgos fundamentales de la demostración de la inmortalidad del alma, ya que, para negar la existencia de Dios, hace falta estar enteramente desprovisto de sentido común.

En primer lugar, ¿existe nuestra alma? ¿Es del todo seguro e indiscutible que tenemos un alma?

En absoluto, señores. Estamos tan seguros, y más, de la existencia del alma que la de nuestro propio cuerpo. En absoluto, el cuerpo podría ser una ilusión del alma, pero el alma no puede ser, de ninguna manera, una ilusión del cuerpo. Vamos a demostrarlo con un triple argumento: ontológico, histórico y de teología natural.

1.º Argumento ontológico. Es un hecho indiscutible, de evidencia inmediata, que pensamos cosas de tipo espiritual, inmaterial. Tenemos ideas clarísimas de cosas abstractas, universales, que escapan en absoluto al conocimiento de los sentidos corporales internos os externos. Tenemos idea clarísima de lo que es la bondad, la verdad, la belleza, la honradez, la hombría de bien; lo mismo que de la maldad, la mentira, la fealdad, la villanía, la delincuencia. Tenemos infinidad de ideas abstractas, enteramente ajenas a las cosas materiales. Esas ideas no son grandes ni pequeñas, redondas ni cuadradas, dulces ni amargas, azules ni verdes. Trascienden, en absoluto, todo el mundo de los sentidos. Son ideas abstractas, señores. ¿Las ha visto alguien con los ojos? ¿Las ha captado con sus oídos? ¿Las ha percibido con su olfato? ¿Las ha tocado con sus manos? ¿Las ha saboreado con su gusto? Los sentidos no nos dicen absolutamente nada de esto, y, sin embargo, ahí está el hecho indiscutible, clarísimo: tenemos ideas abstractas y universales. Luego, si nosotros tenemos ideas abstractas, universales, irreductibles a la materia, o sea, absolutamente espirituales, queda fuera de toda duda que hay en nosotros un principio espiritual capaz de producir esas ideas espirituales. Porque, señores, es evidentísimo que “nadie da lo que no tiene” y nadie puede ir más allá de lo que sus fuerzas le permiten. Los sentidos corporales no pueden producir ideas espirituales porque lo espiritual trasciende infinitamente al mundo de la materia y es absolutamente irreductible a ella. Luego, es indiscutible que tenemos un principio espiritual capaz de producir ideas espirituales; y ese principio espiritual es, precisamente, lo que llamamos alma.

Señores, el alma existe, es evidentísimo para el que sepa reflexionar un poco. Y es evidentísimo que el alma es espiritual, porque de ella proceden operaciones espirituales, y la filosofía más elemental enseña que “la operación sigue siempre al ser” y es de su misma naturaleza: luego, si el alma produce operaciones espirituales, es porque ella misma es espiritual.

Tenemos un alma espiritual. Pero esto equivale a decir que nuestra alma es absolutamente simple, en el sentido profundo y filosófico de la palabra, porque todo lo espiritual es absolutamente simple, aunque no todo lo simple sea espiritual. Todo español es europeo, aunque no todo europeo es español. Lo espiritual es simple porque carece de partes, ya que éstas afectan únicamente al mundo de la materia cuantitativa. Pero no todo lo simple es espiritual, porque pueden los cuerpos compuestos descomponerse en sus elementos simples sin rebasar los límites de la materia.

El alma es espiritual porque es independiente de la materia; y es absolutamente simple, porque carece de partes. Pero un ser absolutamente simple es necesariamente indestructible, porque lo absolutamente simple no se puede descomponer.

Examinad, señores, la palabra descomposición. ¿Qué significa esa palabra? Sencillamente, desintegrar en sus elementos simples una cosa compuesta.

Luego, si llegamos a un elemento absolutamente simple, si llegamos a lo que podríamos denominar “átomo absoluto”, habríamos llegado a lo absolutamente indestructible. El “átomo absoluto” es indestructible, señores. No me refiero al átomo físico. Dentro del átomo físico, la moderna química ha descubierto todo un sistema planetario. Son los electrones. La química moderna ha logrado desintegrar el átomo físico en sus elementos más simples. Pero cuando se llega al “átomo absoluto” –que quizá no pueda darse en lo puramente corporal–, se ha llegado a lo absolutamente indestructible. Sencillamente, porque no se puede “descomponer” en elementos más simples. Sólo cabe la aniquilación en virtud del poder infinito de Dios.

Ahora bien, éste es el caso del alma humana, señores. El alma humana, por el hecho mismo de ser espiritual, es absolutamente simple, es como un “átomo absoluto” del todo indescomponible, y, por consiguiente, es intrínsecamente inmortal.

El principio de nuestra vida espiritual, el alma, es por su propia naturaleza, absolutamente, simple, indestructible, indescomponible: luego, es intrínsecamente inmortal. Solamente Dios, que la ha creado, sacándola de la nada, podría destruirla aniquilándola. Dios podría hacerlo, hablando en absoluto, pero sabemos con toda certeza, porque lo ha revelado el mismo Dios, que no la destruirá jamás. Porque habiendo creado el alma intrínsecamente inmortal, Dios respetará la obra de sus manos. La ha hecho Dios así y la respetará eternamente tal como la ha hecho, no la destruirá jamás. Nuestra alma es, pues intrínseca y extrínsecamente inmortal.

 

 

Además de este argumento ontológico profundísimo que deja por sí solo plenamente demostrada la inmortalidad del alma, pueden invocarse todavía dos nuevos argumentos en el plano meramente filosófico y puramente racional: uno de tipo histórico y otro de teología natural. Veámoslo brevemente.

2.º Argumento histórico. Echad una ojead al mapa-mundi. Asomaos a todas las razas, a todas las civilizaciones, a todas las épocas, a todos los climas del mundo. A los civilizados y a los salvajes; a los cultos y a los incultos; a los pueblos modernos y a los de existencia prehistórica. Recorred el mundo entero y veréis cómo en todas partes los hombres –colectivamente considerados– reconocen la existencia de un principio superior. Están totalmente convencidos de ello. Con aberraciones tremendas, desde luego, pero con un convencimiento firme e inquebrantable.

Hay quienes ponen un principio del bien y otro del mal; ciertos salvajes adoran al sol; otros, a los árboles; otros, a las piedras; otros, a los objetos más absurdos y extravagantes. Pero todos se ponen de rodillas ante un misterioso más allá.

Señores, se ha podido decir con la historia de las religiones en las manos, que sería más fácil encontrar un pueblo sin calles, sin plazas, sin casas, sin habitantes (o sea, un pueblo quimérico y absurdo, porque un pueblo con tales características no ha existido ni existirá jamás), que un pueblo sin religión, sin una firme creencia en la supervivencia de las almas más allá de la muerte.

¿Os dais cuenta de la fuerza probativa de este argumento histórico? ¡Ah, señores! Cuando la humanidad entera, de todas las razas, de todas las civilizaciones, de todos los climas, de todas las épocas, sin haberse puesto previamente de acuerdo coincide, sin embargo, de una manera tan absoluta y unánime en ese hecho colosal, hay que reconocer, sin género alguno de duda, que esa creencia es un grito que sale de lo más íntimo de la naturaleza racional del hombre; esa exigencia de la  propia inmortalidad en un más allá, procede del mismo Dios, que la ha puesto, naturalmente, en el corazón del hombre. Y eso no puede fallar, eso es absolutamente infrustrable. Todo deseo natural y común a todo el género humano, procede directamente del Autor mismo de la naturaleza, y ese deseo no puede recaer sobre un objeto falso y quimérico, porque esto argüiría imperfección o crueldad en Dios, lo cual es del todo imposible. El deseo natural de la inmortalidad prueba apodícticamente, en efecto, que el alma es inmortal.

 

 

3.º Argumento de teología natural. No me refiero todavía a la fe. Estoy moviéndome todavía en un plano puramente natural, puramente filosófico. Me refiero a la teología natural, a eso que llamamos teodicea, o sea, a lo que puede descubrir la simple razón natural en torno a Dios y a sus divinos atributos. ¿Qué nos dice esta rama de la filosofía con relación a la existencia de un más allá? Que tiene que haberlo forzosamente, porque lo exigen así, sin la menor duda, tres atributos divinos: la sabiduría, la bondad y la justicia de Dios.

a) Lo exige la sabiduría, que no puede poner una contradicción en la naturaleza humana. Como os acabo de decir, el deseo de la inmortalidad es un grito incontenible de la naturaleza. Y Dios, que es infinitamente sabio, no puede contradecirse; no puede poner una tendencia ciega en la naturaleza humana que tenga por resultado y por objeto final el vacío y la nada. No puede ser. Sería una contradicción de tipo metafísico, absolutamente imposible. Dios no se puede contradecir.

b) Lo exige también la bondad de Dios. Porque Dios ha puesto en nuestros propios corazones el deseo de la inmortalidad. ¡Examinad, señores, vuestros propios corazones! Nadie quiere morir; todo el mundo quiere sobrevivirse. El artista, por ejemplo, está soñando en su obra de arte, para dejarla en este mundo después de su muerte, sobreviviéndose a través de ella. Todo el mundo quiere sobrevivirse en sus hijos, en sus producciones naturales o espirituales. Pero esto es todavía demasiado poco. Queremos sobrevivirnos personalmente, tenemos el ansia incontenible de la inmortalidad. La nada, la destrucción total del propio ser, nadie la quiere ni apetece. No puede descansar un deseo natural sobre la nada, porque la nada es la negación total del ser, es la no existencia, y eso no es ni puede ser apetecible. El deseo, o sea la tendencia afectiva de la voluntad, recae siempre sobre el ser, sobre la existencia, jamás sobre la nada o el vacío. Todos tenemos este deseo natural de la inmortalidad. Y la bondad de Dios exige que, puesto que ha sido Él quien ha depositado en el corazón del hombre este deseo natural de inmortalidad, lo satisfaga plenamente. De lo contrario, no habría más remedio que decir que Dios se había complacido en ejercitar sobre el corazón del hombre una inexplicable crueldad, una especie de suplicio de Tántalo. Pero esto sería impío, herético y blasfemo. Luego hay que concluir que Dios ha puesto en nuestros corazones el deseo incoercible de la inmortalidad, porque, efectivamente, somos inmortales.

c) Lo exige, finalmente, la justicia de Dios. Señores, muchas gentes se preguntan asombradas: “¿Por qué Dios permite el mal? ¿Por qué permite que haya tanta gente perversa en el mundo? ¿Por qué permite, sobre todo, que triunfen con tanta frecuencia los malvados y sean oprimidos los justos?”

La contestación a esta pregunta es muy sencilla. ¿Sabéis por qué permite Dios tamaño escándalo, injusticias tan irritantes? Pues porque hay un más allá en donde la virtud recibirá su premio y el crimen su castigo merecido.

Un hombre tan poco sospechoso de clericalismo como Juan Jacobo Rousseau, en un momento de sinceridad, llegó a escribir su famosa frase: “Si yo no tuviera otra prueba de la inmortalidad del alma, de la existencia de premios y castigos en el otro mundo, que ver el triunfo del malvado y la opresión del justo acá en la tierra, esto sólo me impediría ponerlo en duda. Tan estridente disonancia en la armonía universal me empujaría a buscarle una solución, y me diría: Para nosotros no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.

¡Vaya si volverá, señores! ¡Vaya si volverá todo al orden más allá de esta vida! ¡En el plano individual, en el familiar, en el social, en el internacional...!, todo volverá al orden después de la muerte.

El vulgar estafador que, escudándose en un cargo político o en el prestigio de una gran empresa o de un comercio en gran escala, se ha enriquecido rápidamente contra toda justicia, acaso abusando del hambre y de la miseria ajena..., ¡que se apresure a disfrutar sin frenos ni cortapisas de esas riquezas inicuamente adquiridas! Le queda ya poco tiempo, porque no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.

Y el joven pervertido, estudiante coleccionista de suspensos que se pasa las mañanas en la cama, la tarde en el cine o en el fútbol y la noche en el cabaret o en el lupanar... Y la muchacha frívola, la que vive únicamente para la diversión, para el baile, el teatro y la novela; la que escandaliza a todo el mundo con sus desnudeces provocativas, con el desenfado en el hablar, con su “despreocupación” ante el problema religioso, con..., ¡que rían ahora, que gocen, que se diviertan, que beban hasta las heces la dorada copa del placer! Ya les queda poco tiempo, porque no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.

Y el casado que pone a su capricho limitación y tasa a la natalidad, contradiciendo gravemente los planes del Creador. Y el marido infiel que le ha puesto un piso a una mujer perversa que no es la suya. Y el padre que no se preocupa de la cristiana educación de sus hijos y se hace responsable de sus futuros extravíos y, acaso, de la perdición eterna de sus almas. Y tantos y tantos otros como viven completamente de espaldas a Dios, olvidados en absoluto de sus deberes más elementales para con Él..., ¡pobrecitos!, ¡qué pena me dan! Porque, por desgracia para ellos, no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.

Y al revés. El obrero tuberculoso que siente que se le acaban las fuerzas por momentos y se ve obligado, a pesar de todo, a seguir trabajando para prolongar un poco su agonía con el mísero jornal que, al final de la semana, deposita en sus manos la injusticia de una sociedad paganizada; la pobre viuda madre de ocho hijos, que no tiene un pedazo de pan para calmarles el hambre..., ¡que no se desesperen! Si saben elevar sus ojos al cielo para contemplarlo a través del cristal de sus lágrimas, pronto terminará su martirio: porque no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.

Y la joven obrera, llena de privaciones y miserias, y quizá calumniada y perseguida porque no se doblegó ante la bestialidad ajena y prefiere morirse de hambre antes de mancillar el lirio inmaculado de su pureza..., ¡que tenga ánimo y fortaleza para seguir luchando hasta la muerte!, porque, para dicha y ventura suya, no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.

Todo vuelve al orden con la muerte. Lo exige así la justicia de Dios, que no puede dejar impunes los enormes crímenes que se cometen en el mundo sin que reciban sanción ni castigo alguno acá en la tierra, ni puede dejar sin recompensa las virtudes heroicas que se practican en la oscuridad y el silencio sin que hayan obtenido jamás una mirada de comprensión o de gratitud por parte de los hombres.

 

 

Pero además de estos argumentos de tipo meramente natural o filosófico tenemos, señores, en la divina revelación la prueba definitiva o infalible de la existencia del más allá. ¡Lo ha revelado Dios! Y la tierra y el cielo, con todos sus astros y planetas, pasarán, pero la palabra de Dios no pasará jamás.

La certeza sobrenatural de la fe es incomparablemente superior a todas las certezas naturales, incluso a la misma certeza metafísica en la que no es posible el error. La certeza metafísica es absoluta e infalible. Dios mismo, con toda su omnipotencia infinita, no podría destruir una verdad metafísica. Dios mismo, por ejemplo, no puede hacer que dos y dos no sean cuatro, o que el todo no sea mayor que una de sus partes. Tenemos de ello certeza absoluta, metafísica, infalible; porque lo contrario envuelve contradicción, y lo contradictorio no existe ni puede existir: es una pura quimera de nuestra imaginación. La certeza metafísica es una certeza absolutamente infalible.

Pues bien: La certeza de fe supera todavía a la certeza metafísica. No porque la certeza metafísica pueda fallar jamás, sino porque la certeza de fe nos da a beber el agua limpia y cristalina de la verdad en la fuente o manantial mismo de donde brota –el mismo Dios, Verdad Primera y Eterna, que no puede engañarse ni engañarnos–, mientras que la certeza metafísica nos la ofrece en el riachuelo del discurso y de la razón humanas.

Las dos certezas nos traen la verdad absoluta, natural o sobrenaturalmente; pero la fe vale más que la metafísica, porque su objeto es mucho más noble y porque está más cerca de Dios.

Dios ha hablado, señores. Ha querido hacerse hombre, como uno cualquiera de nosotros, para ponerse a nuestro alcance, hablar nuestro mismo idioma y enseñarnos con nuestro lenguaje articulado el camino del cielo. Y ved lo que nos ha dicho:

“Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en Mí, aunque muera, vivirá.” (Jn 11, 25)

“Estad, pues, prontos, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre.” (Lc 12, 40)

“No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla; temed más bien a Aquel que puede perder el alma y el cuerpo en el infierno.” (Mt 10, 28)

“¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” (Mt 16, 26)

“Porque el Hijo del Hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras.” (Mt 16, 27)

“E irán al suplicio eterno, y los justos, a la vida eterna.” (Mt 25, 46)

Lo ha dicho Cristo, señores, el Hijo de Dios vivo. Lo ha dicho la Verdad por esencia, Aquél que afirmó de Sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.” (Jn 16, 6) ¡Qué gozo y qué satisfacción tan íntima para el pobre corazón humano que siente ansia y sed inextinguible de inmortalidad! Nos lo asegura el mismo Dios: ¡somos inmortales! Llegará un día en que nuestros cuerpos, rendidos de cansancio por las luchas de la vida, se inclinarán hacia la tierra y descenderán al sepulcro, mientras el alma volará a la inmortalidad. Cuando el leñador abate con su hacha el viejo árbol carcomido, el pájaro que anidaba en sus ramas levanta el vuelo y se marcha jubiloso a cantar en otra parte. ¡Qué bien lo sabe decir la liturgia católica en el maravilloso prefacio de difuntos! Con esa visión de paz y de esperanza quiero terminar esta mi primera conferencia cuaresmal:

“Para tus fieles, Señor, la vida se cambia, pero no se quita; y al disolverse la casa de esta morada terrena, se nos prepara en el cielo una mansión eterna.”

Que así sea.

 

 

II

 

EL TRÁNSITO AL MÁS ALLÁ

 

Planteábamos ayer, en el primer día de esta serie de conferencias cuaresmales, el problema de los destinos eternos del hombre y demostrábamos la existencia del más allá a la luz de la simple razón natural, y, sobre todo, a la luz sobrenatural de la fe apoyada directamente en la palabra de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. Hay un más allá después de esta vida.

Esta tarde vamos a dar un paso más. Y vamos a hablar del momento de transición, del salto al más allá, de la hora decisiva de la muerte. Sé muy bien que este tema resulta muy antipático a la inmensa mayoría de la gente. “¡Por Dios!, padre: háblenos usted de lo que quiera menos de la muerte. La muerte es una cosa muy triste y desagradable. Háblenos de cualquier otra cosa, pero deje ese asunto tan trágico.”

Esta es una actitud insensata, señores, una actitud suicida y anticristiana. ¡Si dejando de pensar en la muerte pudiéramos alejarla de nosotros...! Pero vendrá, sin falta, en el momento que Dios nuestro Señor ha fijado para nosotros desde toda la eternidad: tanto si pensamos en ella como si dejamos de pensar. Y como resulta que ese momento es el más importante de nuestra existencia, porque es el momento decisivo del que depende nada menos que nuestra eternidad, vale la pena dejar a un lado sentimentalismos absurdos y plantearse con seriedad este tremendo problema de la transición al más allá.

Ayer os decía que se disputaban el mundo dos concepciones antagónicas de la vida: la concepción materialista, que niega la existencia del más allá y no piensa sino en reír, gozar y divertirse, y la concepción espiritualista, que, proclamando la realidad de un más allá, se preocupa de vivir cristianamente, teniendo siempre a la vista la divina sentencia de Nuestro Señor Jesucristo: “¿Qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si al cabo pierde su alma para toda la eternidad?”.

Pues así como hay dos concepciones de la vida, también hay dos concepciones de la muerte. La concepción pagana, la concepción materialista, que ve en ella el término de la vida, la destrucción de la existencia humana, la que, por boca de un gran orador pagano, Cicerón, ha podido decir: “La muerte es la cosa más terrible entre las cosas terribles” (omnium terribilium, terribilissima mors); y la concepción cristiana, que considera a la muerte como un simple tránsito a la inmortalidad.

Porque, señores, a despecho de la propia palabra, aunque parezca una paradoja y una contradicción, la muerte no es más que el tránsito a la inmortalidad.

Qué bien lo supo comprender nuestra incomparable Santa Teresa de Jesús cuando decía:

Ven, muerte, tan escondida
que no te sienta venir,
porque el gozo de morir
no me vuelva a dar la vida
.

Tengo la pretensión, señores, de presentaros esta tarde una visión simpática y atractiva de la muerte. La muerte, para el pagano, es “la cosa más terrible entre todas las cosas terribles”, tenía razón el gran orador romano. Pero para el cristiano es el tránsito a la inmortalidad, la entrada en la vida verdadera. Contemplada con ojos cristianos, la muerte no es una cosa trágica, no es una cosa terrible, sino al contrario, algo muy dulce y atractivo, puesto que representa el fin del destierro y la entrada en la patria verdadera.

Vamos a ver, en primer lugar, señores, las características generales de este gran fenómeno de la muerte. Son tres, principalmente: ciertísima en su venida, insegura en sus circunstancias y única en la vida. Vamos a comentarlas un poquito.

Ante todo es ciertísima en su venida.

Señores, la historia de la filosofía coincide con la historia de las aberraciones humanas. ¡Cuántos absurdos se han llegado a decir en el mundo en nombre de la ciencia y de la filosofía! Y, sin embargo, está todavía por nacer un hombre tan insensato que se haya forjado la ilusión de que él no va a morir. No ha habido ningún hombre tan estúpido que haya lanzado la siguiente afirmación: “Yo viviré eternamente sobre la tierra; yo no moriré jamás.”

¡Pero si lo estamos viendo todos los días...! La muerte es un fenómeno que diariamente contemplamos con los ojos y tocamos con las manos. Cuando vamos al cementerio, estamos plenamente convencidos de la verdad de aquella inscripción que leemos en cualquiera de las losas funerarias: Hodie mihi, cras tibi (“hoy me ha tocado a mí, pero mañana te tocará a ti.”) Lo estamos viendo todos los días. No solamente los ancianos o los enfermos decrépitos, hasta los jóvenes se mueren con frecuencia en la plenitud de su juventud en la primavera de su vida. Nadie puede hacerse ilusiones, nadie se escapará de la muerte. No vale alegar argumentos, es inútil invocar el cargo o la posición social. No les aprovechó para nada la tiara a los Papas, ni el cetro a los reyes o emperadores, ni el poder a Napoleón o a Alejandro Magno, ni las riquezas a Creso, ni la sabiduría a Salomón. Todos rindieron su tributo a la muerte:

San Pablo decía: Quotidie morior (“todos los días muero un poco”). Él se refería al desgaste que experimentaba por el celo y solicitud de las Iglesias encomendadas a su cuidado; pero esto mismo podremos repetir nosotros en cualquier momento de nuestra vida: todos los días morimos un poco. Los sufrimientos, las enfermedades, el aire que respiramos, los alimentos que ingerimos, el frío, el calor, el desgaste de la vida diaria nos van matando poco a poco. Todos los días morimos un poquito: quotidie morior, hasta que llegará un momento en que moriremos del todo.

No hace falta insistir en este hecho tan claro. La certeza de la muerte es tan absoluta, que nadie se ha forjado jamás la menor ilusión. Moriremos todos, irremediablemente todos.

Dios no hizo la muerte, señores. La muerte entró en el mundo por el pecado.

¡Qué maravilloso el plan de Dios sobre nuestros primeros padres en el Paraíso terrenal! Además de elevarlos al orden sobrenatural de la gracia, les enriqueció con tres dones preternaturales verdaderamente magníficos: el de inmortalidad, en virtud del cual no debían morir jamás; el de impasibilidad, que les hacía invulnerables al dolor y al sufrimiento, y el de integridad, que les daba el control absoluto de sus propias pasiones, perfectamente dominadas y gobernadas por la razón. ¡Ah!, pero cometieron el crimen del pecado original, y, en castigo del mismo, Dios les retiró esos tres dones preternaturales juntamente con la gracia y las virtudes infusas. Y, al desaparecer el privilegio gratuito de la inmortalidad, el cuerpo, que es de suyo corruptible, quedó ipso facto condenado a la muerte. He aquí, señores, de qué manera la muerte es un castigo del pecado; y como todos somos pecadores, nadie absolutamente se escapará de esta ley inexorable: ciertamente moriremos todos.

 

 

Pero si la muerte es ciertísima en su venida, es muy incierta e insegura en su hora y en sus circunstancias.

Podemos catalogar y dividir las distintas clases de muerte en cuatro fundamentales: muerte natural, prematura, violenta y repentina.

¿A qué llamamos muerte natural? A la que sobreviene por mera consunción y desgaste, sin enfermedad alguna que la produzca directamente. Se pregunta, a veces, la gente: “¿De qué ha muerto fulano de tal? No lo sabe nadie, ni siquiera el médico. ¿Cuántos años tenía? Noventa y dos”.

Señores, está claro: ha muerto de muerte natural, de senectud, de vejez. No se necesita nada más.

Pero, a veces, ocurre todo lo contrario. Es una muerte prematura. En la flor de la juventud, en la primavera de la vida... ¡Cuántos jóvenes se mueren! No ya por accidentes imprevistos –por un disparo casual, por un atropello de automóvil, etc.–, sino por simple enfermedad, en su cama, se mueren también los jóvenes. No con tanta frecuencia, pero se mueren también. En el Evangelio tenemos algunos casos: el hijo de la viuda de Naím y el de la hija de Jairo. En plena juventud, en la primavera de la vida, se les cortó el hilo de la existencia: muerte prematura. Las familias que hayan tenido que sufrir este rudo golpe, que llega a lo más íntimo del alma, levanten sus ojos al cielo y adoren los designios inescrutables de la providencia de Dios. Él sabe por qué lo llevó allá. Acaso para que su pureza y su candor no se agostaran algún día en el clima abrasador del mundo. Dios les reclamó para Sí, y allá arriba nos esperan llenos de radiante felicidad.

Otras veces sobreviene la muerte de una manera violenta. Un agente extrínseco, completamente imprevisto, nos arrebata la vida en el momento menos pensado. Y unos perecen atropellados por un camión; otros, ahogados en el mar; otros, fulminados por un rayo; otros, en un choque de trenes; otros, al estrellarse el avión en que viajaban; otros... No es posible enumerar todas las clases de muertes violentas que pueden arrebatarnos la existencia en el momento menos pensado. Un momento antes, llenos de salud y de vida, un momento después, cadáver. ¡A cuántos les ha ocurrido así!

La cuarta clase de muerte es la repentina. No es lo mismo muerte violenta que muerte repentina. Muerte violenta, como hemos dicho, es la producida por un agente extrínseco a nosotros, como cualquiera de esos que acabo de enumerar. Muerte repentina, por el contrario, es la que sobreviene por una causa intrínseca que llevamos ya dentro de nosotros mismos. Por ejemplo, una hemorragia cerebral, un aneurisma, un colapso cardíaco, una angina de pecho pueden producirnos una muerte inesperada e instantánea. Cuando menos lo esperamos: hablando, comiendo, paseando, podemos caer como fulminados por un rayo, He ahí la muerte repentina.

¿Cuál será la nuestra? Nadie puede contestar a esta pregunta. Para muchos de nosotros ya no es posible una muerte prematura. Ya no moriremos en plena juventud. Pero ¿cuál de las otras tres, la violenta, la repentina o la natural en plena vejez, será la nuestra? Nadie en absoluto nos lo podría decir, sino únicamente Dios. Estemos siempre preparados, porque aunque es ciertísimo que hemos de morir, es insegura la hora y las circunstancias de nuestra muerte.

 

 

Pero lo más serio del caso, señores, es que moriremos una sola vez. Lo dice la Sagrada Escritura y lo estamos viendo todos los días con nuestros ojos. Nadie muere más que una sola vez. Es cierto que ha habido alguna excepción en el mundo. Ha habido quienes han muerto dos veces. En el Evangelio, por ejemplo, tenemos tres casos, correspondientes a los tres muertos que resucitó Nuestro Señor Jesucristo. Santo Domingo de Guzmán, el glorioso fundador de la Orden a la que tengo la dicha de pertenecer, resucitó también tres muertos. San Vicente Ferrer y otros muchos Santos hicieron también este milagro estupendo. Pero estas excepciones milagrosas son tan raras, que no pueden tenerse en consideración ante la ley universal de la muerte única. Moriremos una sola vez. Y en esa muerte única se decidirán, irrevocablemente, nuestros destinos eternos. Nos lo jugamos todo a una sola carta. El que acierte esa sola vez, acertó para siempre; pero el que se equivoque esa sola vez, está perdido para toda la eternidad. Vale la pena pensarlo bien y tomar toda clase de medidas y precauciones para asegurarnos el acierto en esa única y suprema ocasión. Yo quisiera, señores, haceros reflexionar un poco en torno a la preparación para la muerte.

Podemos distinguir dos clases de preparación: una, remota, y otra, próxima.

Llamo yo preparación remota la de aquel que vive siempre en gracia de Dios. Al que tiene sus cuentas arregladas ante Dios, al que vive habitualmente en gracia, puede importarle muy poco cuáles sean las circunstancias y la hora de su muerte, porque en cualquier forma que se produzca tiene completamente asegurada la salvación eterna de su alma. Esta es la preparación remota.

Preparación próxima es la de aquel que tiene la dicha de recibir en los últimos momentos de su vida los Santos Sacramentos de la Iglesia: Penitencia, Eucaristía por Viático. Extremaunción, e, incluso, los demás auxilios espirituales: la bendición Papal, la indulgencia plenaria y la recomendación del alma. Esta es la preparación próxima.

Combinando y barajando estas dos clases de preparación podemos encontrar hasta cuatro tipos distintos de muerte: sin preparación próxima ni remota; con preparación remota, pero no próxima; con preparación próxima, pero no remota, y con las dos preparaciones.

Vamos a examinarlas una por una.

 

 

Primer tipo de muerte. – Sin preparación próxima ni remota, o sea, ausencia total de preparación. Es la muerte de los grandes impíos, de los grandes incrédulos, de los grandes enemigos de la Iglesia; la muerte de los que no se han contentado con ser malos, sino que además han sido apóstoles del mal, han sembrado semillas de pecado, han procurado arrastrar a la condenación al mayor número posible de almas.

Estos no han tenido preparación remota: han vivido siempre en pecado mortal. Y, por una consecuencia lógica y casi inevitable, suelen morir también sin preparación próxima, obstinados en su maldad. Porque, por lo general, señores, salvo raras excepciones, la muerte no es más que un eco de la vida. Tal como es la vida, así suele ser la muerte. Si el árbol está francamente inclinado hacia la derecha, o francamente inclinado hacia la izquierda, lo corriente y normal es que, al caer tronchado por el hacha, caiga, naturalmente, del lado a que está inclinado. Esta es la muerte sin preparación próxima ni remota. La de los grandes impíos, la de los grandes herejes, la de los grandes enemigos de la Iglesia.

Esta fue la muerte de Voltaire, el de las grandes carcajadas: “Ya estoy cansado de oír que a Cristo le bastaron doce hombres para fundar su Iglesia y conquistar el mundo. Voy a demostrar que basta uno solo para destruir la Iglesia de Cristo”.

¡Pobrecito! Él sí que quedó destruido.

Escuchad. Os voy a leer la declaración del médico Mr. Tronchin, protestante, que asistió en su última enfermedad al patriarca de los incrédulos. Va a decirnos él, personalmente, lo que vio:

“Poco tiempo antes de su muerte, Mr. Voltaire, en medio de furiosas agitaciones, gritaba furibundamente: Estoy abandonado de Dios y de los hombres. Se mordía los dedos, y echando mano a su vaso de noche, se lo bebió. Hubiera querido yo que todos los que han sido seducidos por sus libros hubieran sido testigos de aquella muerte. No era posible presenciar semejante espectáculo”.

La Marquesa de la Villete, en cuya casa murió Voltaire y que presenció sus últimos momentos, escribe textualmente:

“Nada más verdadero que cuanto Mr. Tronchin –el médico, cuya declaración acabo de leer– afirma sobre los últimos instantes de Voltaire. Lanzaba gritos desaforados, se revolvía, se le crispaban las manos, se laceraba con las uñas. Pocos minutos antes de expirar llamó al abate Gaultier. Varias veces quiso hicieran venir a un ministro de Jesucristo. Los amigos de Voltaire, que estaban en casa, se opusieron bajo el temor de que la presencia de un sacerdote que recibiera el postrer suspiro de su patriarca derrumbara la obra de su filosofía y disminuyera sus adeptos. Al acercarse el fatal momento, una redoblada desesperación se apoderó del moribundo. Gritaba que sentía una mano invisible que le arrastraba ante el tribunal de Dios. Invocaba con gritos espantosos a aquel Cristo que él había combatido durante toda su vida; maldecía a sus compañeros de impiedad; después, deprecaba o injuriaba al cielo una vez tras otra; finalmente, para calmar la ardiente sed que le devoraba, llevóse su vaso de noche a la boca. Lanzó un último grito y expiró entre la inmundicia y la sangre que le salía de la boca y de la nariz”.

Esta es la muerte sin preparación próxima ni remota. Y conste, señores, que yo no afirmo la condenación de Voltaire; yo no digo que esté en el infierno. La Iglesia no lo ha dicho jamás. No sabemos lo que pudo ocurrir un segundo antes de separarse el alma del cuerpo, cuando se había producido ya el fenómeno de la muerte aparente. Pero sabemos lo que pasó en los últimos momentos visibles de su vida, puesto que lo presenciaron los testigos que acabo de citar. Si está en el infierno o no, eso no lo podemos asegurar, puesto que la  Iglesia no lo ha dicho jamás. Pero, ¡qué terrible manera de comparecer ante Dios: sin preparación próxima ni remota!

 

 

Segunda manera de morir: con preparación próxima, pero no remota. ¿Qué significa esto? El que vive habitualmente en pecado mortal, no tiene preparación remota; pero, por la infinita misericordia de Dios, a veces ocurre que muere con preparación próxima. Uno que ha vivido en la impiedad, incluso que ha combatido a la Iglesia, puede ocurrir –y ocurre a veces, porque la misericordia de Dios es infinita– que a la hora de la muerte, cuando ve ante sus ojos el espantoso abismo en que se va a sumergir para toda la eternidad, movido por la divina gracia, se vuelve a Dios con un sincero y auténtico arrepentimiento que le vale la salvación eterna de su alma. Puede ocurrir y ha ocurrido de hecho muchas veces, por la infinita misericordia de Dios.

Pero ¡pobre del que confíe en eso para vivir mientras tanto tranquilamente en pecado! ¡Pobre de él! Ese tal trata de burlarse de Dios, y el apóstol San Pablo nos advierte expresamente que Deus non irridetur: de Dios nadie se ríe. El que ha vivido mal por irreflexión, atolondramiento o ligereza, puede ser que a la hora de la muerte Dios tenga compasión de él y le dé la gracia del arrepentimiento. Pero el que ha vivido mal, precisamente confiado y apoyado en la misericordia de Dios, confiado y apoyado en que a la hora de la muerte tendrá tiempo de arrepentirse y salvarse, y, mientras tanto, sigue pecando tranquilamente, ese trata de burlarse de Dios, y pagará bien cara su loca temeridad y su incalificable osadía.

Sean pocos o muchos los que se salvan, ese que trata de robar el cielo después de haberse reído de Dios, es indudable que será uno de los pocos o muchos que se condenen. ¡Ese se pierde para toda la eternidad!

 

 

Tercera manera de morir: con preparación remota, pero no próxima. No juguemos con fuego. Tengamos al menos la preparación remota, por si acaso Dios no nos concede la preparación próxima. Con la preparación remota, tenemos asegurada la salvación del alma; y para eso basta con que vivamos sencillamente en gracia de Dios. Si vivimos siempre en gracia de Dios, si en cualquier momento de nuestra vida tenemos bien ajustadas nuestras cuentas con Dios, si tenemos ese tesoro infinito que se llama la gracia santificante, nos puede importar muy poco la manera, el modo y las circunstancias de nuestra muerte. Es muy de desear –y hay que pedírselo con toda el alma a Dios– que nos conceda también la preparación próxima; pero, al menos, si tenemos la remota, lo tenemos asegurado todo.

Tomemos esta determinación, señores, en estos días de conferencias cuaresmales. Es preciso formar algún propósito concreto para toda nuestra vida, porque, de lo contrario, estas luces que ahora nos da Dios, no serían más que un castillo de fuegos artificiales, una llamada fugaz y transitoria. Es preciso que tomemos determinaciones para toda nuestra vida, señores. Y una de las más fundamentales tiene que ser ésta: en adelante no voy a cometer jamás la tremenda imprudencia de acostarme una sola noche en pecado mortal, porque puedo amanecer en el infierno.

Reflexionad un instante: ¿quién de vosotros se atrevería a acostarse una noche con una víbora venenosa en la cama? Hasta que no le aplastaseis la cabeza no podríais conciliar el sueño: es cosa clara y evidente. Y son legión los que tienen una víbora venenosa en su alma, los que viven habitualmente en pecado mortal con gravísimo peligro de hundirse para siempre en el abismo eterno, ¡y ríen, y gozan, y se divierten! Y por la noche se acuestan tranquilamente en pecado mortal y logran conciliar el sueño como si no les amenazara daño alguno. Señores, ¿es que son malos? Tal vez no. Puede que no lo sean en el fondo. Pero es indudable que son atolondrados, irreflexivos, inconscientes; es indudable que no piensan, que no se dan cuenta del tremendo peligro que pende sobre sus cabezas a manera de espada de Damocles. En el momento menos pensado puede rompérsele el hilo de la vida y se hunden para siempre en el abismo. Vivamos siempre en gracia de Dios y pidámosle al Señor nos conceda también la preparación próxima para la muerte.

Porque ésa es la cuarta manera de morir y la que hemos de procurar con todos los medios a nuestro alcance: con la doble preparación. Con la preparación remota del que ha vivido cristianamente, siempre en gracia de Dios, y con la preparación próxima del que a la hora de la muerte corona aquella vida cristiana con la recepción de los Santos Sacramentos y de los auxilios espirituales de la Iglesia: Penitencia, Eucaristía por Viático, Extremaunción, recomendación del alma, bendición papal.

Preparación próxima y preparación remota. Es la muere envidiable de los Santos, de la que dice la Sagrada Escritura que es preciosa delante del Señor: Pretiosa in conspectu Domini mors sanctorum ejus.

Los Santos que han vivido intensamente estas ideas, no solamente no temían la muerte, sino que la llamaban y deseaban con toda su alma para volar al cielo. Porque la muerte cristiana, señores, tiene las siguientes sublimes características que la hacen infinitamente deseable y atractiva: morir en Cristo, morir con Cristo y morir como Cristo.

 

 

En primer lugar, morir en Cristo. ¿Qué significa morir en Cristo? Significa morir cristianamente, con la gracia santificante en nuestra alma, que nos da derecho a la herencia infinita del cielo.

¡Qué burla y qué sarcasmo, señores, cuando en los grandes cementerios de las modernas ciudades se ponen sobre las tumbas de los grandes impíos aquellos epitafios rimbombantes: “Aquí yace un gran guerrero, un gran artista, un gran literato, un gran emperador”! ¡Pero los ángeles de la guarda que están velando el sueño de los justos son los únicos que pueden leer el verdadero y auténtico epitafio de muchas de aquellas tumbas que el mundo venera: “Aquí yace un condenado para toda la eternidad”!

Ojalá que a cada uno de nosotros se nos pueda poner este sencillo epitafio, pero auténtico, que refleje la verdad: “Murió cristianamente, con la gracia de Dios en su corazón”. Y que se lleven los mundanos los mausoleos espléndidos, las flores que para nada sirven, los homenajes póstumos que nada remedian, las sesiones necrológicas, los ridículos “minutos de silencio...”, ¡que se lo lleven todo los mundanos! A nosotros nos basta con morir cristianamente: nada más.

 

 

¡Morir cristianamente! ¿Sabéis lo que eso significa?

En primer lugar, es el término del combate. En este mundo estamos librando todos una tremenda batalla –lo dice la Sagrada Escritura– contra los tres enemigos del alma: mundo, demonio y carne. Estamos librando un combate. Pero llega la hora de la muerte, y si tenemos la dicha de morir cristianamente, nos convertimos en el soldado que termina victorioso la batalla y se ciñe para siempre el laurel de la victoria. En el labrador, que después de haber regado tantas veces la tierra con el sudor de su frente, recoge los frutos de la espléndida y ubérrima cosecha. En el enfermo, que ve terminados para siempre sus sufrimientos y entra para siempre en la región de la salud y de la vida. ¡Qué bien lo sabe decir la Iglesia Católica cuando pronuncia sobre el cristiano que acaba de expirar aquella fórmula sublime: Requiescat in pace: “Descansa en paz”!

En segundo lugar, la muerte cristiana es la arribada al puerto de seguridad.

En este mundo no podemos estar seguros. Absolutamente nadie. Ni el Soberano Pontífice, ni los mismos Santos mientras vivían acá en la tierra: nadie puede estar seguro de que morirá cristianamente. Dice el Concilio de Trento que, a menos de una revelación especial de Dios, nadie puede saber con seguridad si se salvará o si se condenará; si recibirá de Dios el don sublime de la perseverancia final, o si lo dejará de recibir. No lo podemos saber. Es un interrogante angustioso que está suspendido sobre nuestras cabezas. Ni los Santos estaban seguros de sí mismos. Porque, aunque ahora seamos buenos, aunque estemos ahora en gracia de Dios, ¿qué será de nosotros dentro de diez años, dentro de veinte, y, sobre todo, a la hora de nuestra muerte? Es un misterio, no lo podemos saber.

¡Ah!, pero cuando se muere cristianamente, es el ruiseñor que rompe para siempre los hierros de su jaula y vuela jubiloso a la enramada. Es el náufrago, que después de haber luchado contra las olas embravecidas que amenazaban tragarle hasta el fondo del océano, salta por fin a las playas eternas. Es la caravana, que después de haber atravesado las arenas abrasadoras del desierto, llega por fin al risueño y fresco oasis. Es la nave que llega al puerto después de peligrosa travesía. Es emerger de la penumbra del valle y bañarse para siempre en océanos de clarísima luz en lo alto de la montaña. El alma del que muere cristianamente queda confirmada en gracia, ya no puede perder a Dios, ya tiene asegurada para siempre la felicidad eterna.

Por eso la muerte cristiana es la entrada en la vida verdadera. ¡Cuánta pobre gente equivocada, que ha vivido y respirado el ambiente del mundo y está completamente convencida de que esta vida es la vida verdadera, la que hay que conservar a todo trance! ¡Qué tremenda equivocación!

¡Esta vida no es la vida! Un filósofo pagano exclamaba con angustia: “Ningún sabio satisface – esta duda que me hiere–: ¿es el que muere el que nace –o es el que nace el que muere–?”

No sabía contestar esa pregunta porque carecía de las luces de la fe. Pero a su brillo deslumbrante, ¡qué fácil es contestar a ella!

Que se lo pregunten a San Pablo y les dirá: “Estoy deseando morir para unirme con Cristo”.

Pregúntenlo a Santa Teresa de Jesús y les contestará con sublime inspiración: “Aquella vida de arriba, que es la vida verdadera –hasta que esta vida muera–, no se alcanza estando viva...” O quizá de esta otra forma: “Vivo sin vivir en mí –y tan alta vida espero– que muero porque no muero”.

Que se lo digan a Santa Teresita de Lisieux, la Santa más grande de los tiempos modernos, en frase del inmortal Pontífice San Pío X. Cuando la angelical florecilla del Carmelo estaba para exhalar su último suspiro, el médico que la asistía le preguntó: “¿Está vuestra caridad resignada para morir?” Y la santita, abriendo desmesuradamente sus ojos, llena de asombro, le contestó: “¿Resignada para morir? Resignación se necesita para vivir, pero ¡para morir! Lo que tengo es una alegría inmensa”.

Los Santos, señores, tenían razón. No estaban locos. Veían, sencillamente, las cosas tal como son en realidad. La inmensa mayoría de los hombres no las ven así. No se dan cuenta de que están haciendo un viaje en ferrocarril y no se preocupan más que del vagón en el que están haciendo la travesía: el negocio, el porvenir humano, el aumento del capital. Todo eso que tendrán que dejar dentro de unos años, acaso dentro de unos cuantos días nada más. No se dan cuenta de que el ferrocarril de la vida va devorando kilómetros y más kilómetros, y en el momento en que menos lo esperen, el silbato estridente de la locomotora les dará la terrible noticia: estación de llegada. Y al instante, sin un momento de tregua, tendrán que apearse del ferrocarril de la vida y comparecer delante de Dios. Entonces caerán en la cuenta de que esta vida no es la vida. Ojalá lo adviertan antes de que su error no tenga ya remedio para toda la eternidad.

 

 

La segunda característica de la muerte cristiana es morir con Cristo. ¿Qué significa esto? Significa exhalar el último suspiro después de haber tenido la dicha inefable de recibir a Jesucristo Sacramentado en el corazón.

¡El Viático! ¡Qué consuelo tan inefable produce en el alma cristiana el simple recuerdo del Viático! La Eucaristía es un milagro de amor, de sublime belleza y poesía en cualquier momento de la vida. Pero la Eucaristía por Viático es el colmo de la dulzura, de la suavidad y de la misericordia de Dios. Poder recibir en el corazón a Jesucristo Sacramentado en calidad de Amigo y de Buen Pastor momentos antes de comparecer ante Él como Juez Supremo de vivos y muertos, es de una belleza y de una emoción indescriptibles. ¡Qué paz, qué dulzura tan inefable se apodera del pobre enfermo al abrazar en su corazón a su gran Amigo, que viene a darle la comida para el camino –que eso significa la palabra Viático– y ayudarle amorosamente en el supremo tránsito a la eternidad! Cuando desde lo íntimo de su alma, el pobre pecador le pide perdón a su Dios por última vez, antes de comparecer ante Él, sin duda alguna que Nuestro Señor Jesucristo, que vino a la tierra precisamente a salvar lo que había perecido (Mt, 18, 11) y en busca de los pobres pecadores (Mt 9, 13) le dará al agonizante la seguridad firmísima de que la sentencia que instantes después pronunciará sobre él será de salvación y de paz.

¡Y que una cosa tan bella y sublime como el Viático estremezca de espanto a la inmensa mayoría de los hombres, incluso entre los cristianos y devotos! Son innumerables los crímenes a que ha dado lugar tamaña insensatez y locura. ¡Cuántos desgraciados pecadores se han precipitado para siempre en el infierno porque su familia cometió el gravísimo crimen de dejarles morir sin Sacramentos por el estúpido y anticristiano pretexto de no asustarles! Este verdadero crimen es uno de los mayores pecados que se pueden cometer en este mundo, uno de los que con mayor fuerza claman venganza al cielo. ¡Ay de la familia que tenga sobre su conciencia este crimen monstruoso! El Viático no empeora al enfermo, sino, al contrario, le reanima y conforta, hasta físicamente, por redundancia natural de la paz inefable que proporciona a su alma. Pero, aún suponiendo que por el ambiente anticristiano que se respira por todas partes en el mundo de hoy, asustara un poco al enfermo la noticia de que tiene que recibir el Viático, ¿y qué? ¿No es mil veces preferible que vaya al cielo después de un pequeño o de un gran susto, antes que, sin susto alguno, descienda tranquilamente al infierno para toda la eternidad? ¡Y qué cosa tan evidente y sencilla no la vean tantísimos malos cristianos que cometen la increíble insensatez y el enorme crimen de dejar morir como un perro a uno de sus seres queridos! Gravísima responsabilidad la suya, y terrible la cuenta que tendrán que dar a Dios por la condenación eterna de aquella desventurada alma a la que no quisieron “asustar”.

Escarmentad todos en cabeza ajena. Advertid a vuestros familiares que os avisen inmediatamente al caer enfermos de gravedad. La recepción del Viático por los enfermos graves es un mandamiento de la Santa Madre Iglesia, que obliga a todos bajo pecado mortal, lo mismo que el de oír Misa los domingos o cumplir el precepto pascual. Y como la mejor providencia y precaución es la que uno toma sobre sí mismo, procurad vivir siempre en gracia de Dios y llamad a un sacerdote por vuestra propia cuenta –sin esperar el aviso de vuestros familiares– cuando caigáis enfermos de alguna consideración.

 

 

La tercera característica de la muerte cristiana es morir como Cristo. ¿Cómo murió Nuestro Señor Jesucristo? Mártir del cumplimiento de su deber. Había recibido de su Eterno Padre la misión de predicar el Evangelio a toda criatura y de morir en lo alto de una cruz para salvar a todo el género humano, y lo cumplió perfectamente, con maravillosa exactitud. Precisamente, cuando momentos antes de morir contempló en sintética mirada retrospectiva el conjunto de profecías del Antiguo Testamento que habían hablado de Él, vio que se habían cumplido todas al pie de la letra, hasta en sus más mínimos detalles. Y fue entonces cuando lanzó un grito de triunfo: ¡Consumatum est, todo está cumplido!

¡Qué dicha la nuestra, señores, si a la hora de la muerte podemos exclamar también: “He cumplido mi misión en este mundo, he cumplido la voluntad adorable de Dios”!

Cierto que no podremos decirlo del mismo modo que Nuestro Señor Jesucristo. Cierto que todos somos pecadores y hemos tenido, a lo largo de la vida, muchos momentos de debilidad y cobardía. Cierto que hemos ofendido a Dios y nos hemos apartado de sus divinos preceptos por seguir los antojos del mundo o el ímpetu de nuestras pasiones. Pero todo puede repararse por el arrepentimiento y la penitencia. Estamos a tiempo todavía.

¡Muchacho que me escuchas! Feliz de ti si a la hora de la muerte, acordándote de tus años mozos, puedes decir ante tu propia conciencia: “Lo cumplí. ¡Cuánto me costó resolver el problema de la pureza! Mi sangre joven me hervía en las venas, pero fui valiente y resistí. Invoqué a la Virgen, huí de los peligros, comulgué diariamente, ejercité mi voluntad, se lo pedí ardientemente a Dios... Y ahora muero tranquilo, ofreciéndole a Dios el lirio de mi pureza juvenil”.

¡Padre de familia! Me hago cargo perfectamente. Cuesta mucho el cumplimiento exacto de los deberes matrimoniales: aceptar todos los hijos que Dios mande, educarles cristianamente, guardar fidelidad inviolable al otro cónyuge, cumplir exactamente las obligaciones  del propio estado. Pero recuerda que estamos en este mundo como huéspedes y peregrinos, que “no tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos en busca de la que está por venir” (Hebr 13, 14) ¡Levanta tus ojos al cielo! Y, aunque te cueste ahora un sacrificio, cumple íntegramente con tu deber, para poder morir tranquilo cuando te llegue la hora suprema.

¡Comerciante, financiero, industrial, hombre de negocios! El dinero es una terrible tentación para la mayoría de los hombres. Pero acuérdate de que no podrás llevarte más allá del sepulcro un solo céntimo: lo tendrás que dejar todo del lado de acá. ¡Gana, si es preciso, la mitad o la tercera parte de lo que ganas ahora, pero gánalo honradamente! Que no tengas que lamentarlo a la hora de la muerte –cuando es tan difícil reparar el daño causado y restituir el dinero mal adquirido– y puedas decir, por el contrario: “me costó mucho, pero hice ese sacrificio; muero tranquilo; he cumplido con mi deber”.

Permitidme que os refiera un recuerdo personal, y termino. Tengo actualmente mi residencia habitual en el glorioso convento de San Esteban, de Salamanca. En la actualidad somos más de doscientos religiosos, la mayoría de ellos jóvenes estudiantes en nuestra Facultad de Teología que allí funciona. Pero en él está instalada también la enfermería general de la provincia dominicana de España. Allí vienen los padres ancianitos a esperar tranquilamente el fin de sus días, después de una vida consagrada enteramente al servicio de Dios y salvación de las almas. He visto morir a muchos de ellos. He presenciado, también, la muerte de religiosos jóvenes, que morían alegres en plena primavera de la vida porque se iban al cielo para siempre. Y os confieso, señores, que las emociones más hondas e intensas de mi vida religiosa son las que he experimentado junto al lecho de nuestros moribundos. ¡Cómo mueren los religiosos dominicos, señores! Supongo que en las otras Órdenes religiosas ocurrirá lo mismo, pero yo cuento lo que he visto y presenciado por mí mismo. Escuchad:

El religioso enfermo ha recibido ya, muy despacio, los Santos Sacramentos y demás auxilios de la Iglesia. Es impresionante, por su belleza y emoción, el espectáculo de toda la comunidad acompañando al Señor hasta la habitación del enfermo cuando se lo llevan por Viático. Pero llega mucho más al alma todavía la escena de sus últimos momentos. Cuando se acerca el momento supremo, la campana del convento llama a toda la comunidad con un toque a rebato característico, inconfundible. Acudimos todos a la enfermería, y el Padre Prior, revestido de sobrepelliz y estola, comienza a rezarle al enfermo la recomendación del alma, alternando con toda la comunidad. Y cuando se acerca por momentos el instante supremo, el cantor principal del convento entona la Salve Regina, que tiene en nuestra Orden una melodía suavísima. Y arrullado por las notas de la bellísima plegaria mariana que canta toda la comunidad..., con la paz de su alma pura reflejada en su rostro tranquilo, con una dulce sonrisa en sus labios, serenamente, plácidamente, como el que se entrega con naturalidad al sueño cotidiano, el religioso dominico se duerme ante nosotros a las cosas de la tierra para despertar en los brazos de la Virgen del Rosario entre los coros de los ángeles...

Pretiosa in conspectu Domini mors sanctorum ejus: es preciosa delante del Señor la muerte de sus Santos.

¿Queréis morir todos así? Os acabo de dar las normas para conseguirlo. Preparación remota, viviendo siempre, siempre, en gracia de Dios, cumpliendo perfectamente los deberes de vuestro propio estado; y oración ferviente a Dios, por intercesión de María, la dulce Mediadora de todas las gracias, para que nos conceda también la preparación próxima: la dicha de recibir en nuestros últimos momentos los Santos Sacramentos de la Iglesia y de morir con serenidad y paz en el ósculo suavísimo del Señor. Que así sea.

 

 

III

 

EL JUICIO DE DIOS

 

Hablábamos ayer del problema formidable de la muerte, y decíamos que, si considerada con ojos paganos, es la cosa más terrible entre todas las cosas terribles, a la luz de la fe católica, contemplada con ojos cristianos, es simpática y deseable, diga el mundo lo que quiera. Porque para el cristiano, señores, la muerte es comenzar a vivir, es el tránsito a la inmortalidad, la entrada en la vida verdadera.

La muerte es un fenómeno mucho más aparente que real. Afecta al cuerpo únicamente, pero no al alma. El alma es inmortal, y el mismo cuerpo muere provisionalmente, porque un gran dogma de la fe católica nos dice que sobrevendrá en su día la resurrección de la carne. De manera que, en fin de cuentas, la muerte en sí misma no tiene importancia ninguna: es un simple tránsito a la inmortalidad.

Pero ahora nos sale al paso otro problema formidable. Y ése sí que es serio, señores, ése sí que es terrible: el problema del juicio de Dios.

Está revelado por Dios. Consta en las fuentes mismas de la revelación. El apóstol San Pablo dice que “está establecido por Dios que los hombres mueran una sola vez, y después de la muerte, el juicio”. (Hebr 9, 27). Lo ha revelado Dios por medio del apóstol San Pablo, y se cumplirá inexorablemente.

Hace unos años murió en Madrid un religioso ejemplar. Murió como había vivido: santamente. Pero pocas horas antes de morir, le preguntaron: “Padre: ¿está preocupado ante la muerte, tiene miedo a la muerte?” Y el Padre contestó: “La muerte no me preocupa nada, ni poco ni mucho. Lo que me preocupa muchísimo es la aduana. Después de morir tendré que pasar por la aduana de Dios y me registrarán el equipaje. Eso sí que me preocupa”.

Habrá dos juicios, señores. El juicio particular, al que alude San Pablo en las palabras que acabo de citar, y el juicio universal, que, con todo lujo de detalles, describió personalmente en el Evangelio Nuestro Señor Jesucristo, que actuará en él de Juez Supremo de vivos y muertos.

Habrá dos juicios: el juicio particular y el juicio final o universal.

Santo Tomás de Aquino, el Príncipe de la Teología católica, explica admirablemente el porqué de estos juicios. No pueden ser más razonables. Porque el individuo es una persona humana particular, pero, además, un miembro de la sociedad. En cuanto individuo, en cuanto persona particular, le corresponde un juicio personal que le afecte única y exclusivamente a él: y éste es el juicio particular. Pero en cuanto miembro de la sociedad, a la que posiblemente ha escandalizado con sus pecados, o sobre la que ha influido provechosamente con su acción bienhechora, tiene que sufrir también un juicio universal, público, solemne, para recibir, ante la faz del mundo, el premio o castigo merecidos. Este segundo juicio, el universal, será mucho más solemne, mucho más aparatoso; pero, desde luego, tiene muchísima menos importancia que el puramente privado y particular. Porque en el juicio particular, señores, es donde se van a decidir nuestros destinos eternos. El juicio universal no hará más que confirmar, ratificar definitivamente la sentencia que se nos haya dado a cada uno en nuestro propio juicio particular. Por consiguiente, como individuos, como personas humanas, nos interesa mucho más el juicio particular que el juicio universal. Y de él vengo a hablaros esta tarde. Os voy a hacer un resumen de la teología del juicio particular, procediendo ordenadamente a base de una serie de preguntas y respuestas.

 

 

1.ª ¿Cuándo se celebrará el juicio particular? Inmediatamente después de la muerte real. Después de la muerte real, digo, no de la muerte aparente. Porque, señores, estamos en un error si creemos que en el momento de expirar el enfermo, cuando exhala su último suspiro, ha muerto realmente. No es así.

Contemplad los últimos instantes de un moribundo. Su respiración fatigosa, anhelante; su mirada de asombro a los que le rodean, porque él se está ahogando, no puede respirar y ve que los demás respiran tranquilamente. Parece que está diciendo: ¿Pero no notáis que falta el aire? ¿No notáis que nos estamos ahogando? Es él, pobrecillo, el único que se ahoga. Y llega un momento en que es tanta la falta de oxígeno que experimentan sus pobres células, que hace una respiración profunda, profundísima, hacia dentro, y, de pronto, la expiración: lanza hacia fuera aquel aire y queda inmóvil, completamente paralizado. Y los que están rodeando su lecho exclaman: Ha muerto, acaba de expirar.

Pero, en realidad, no es así. Han desaparecido sin duda, las señales o manifestaciones externas de vida: ya no respira; ya no oye, ya no ve, ya no siente, pero la muerte real no se ha producido aún. El alma está allí todavía; el cuerpo ha entrado en el período de muerte aparente, que se prolongará más o menos tiempo, según los casos: más largo en las muertes violentas o repentinas, más corto en las que siguen el agotamiento de la vejez o de una larga enfermedad. El hecho de la muerte aparente está científicamente demostrado, puesto que se ha logrado volver a la vida por procedimientos puramente naturales y sin milagro alguno, a centenares de muertos aparentes; tantos, que ha podido inducirse una ley universal, válida para todos.

Ved lo que ocurre cuando apagáis una vela, un cirio. La llama ya no existe, pero el pabilo está todavía encendido, está humeante todavía, y poco a poco se va extinguiendo, hasta que, por fin, se apaga del todo. Algo parecido ocurre con la muerte. Cuando el enfermo exhala el último suspiro parece que la llama de la vida se apagó definitivamente, pero no es así. El alma está allí todavía. Hay un espacio más o menos largo entre la muerte real y la muerte aparente, que puede ser decisivo para la salvación eterna del presunto muerto, puesto que durante él se le pueden administrar todavía los Sacramentos de la Penitencia y Extremaunción.

¡Cuántas veces ocurre, señores, la desgracia de una muerte repentina en el seno del hogar! Y cuando ya no hay nada que hacer para devolverle la salud corporal, cuando el médico ya no tiene nada que hacer allí porque se ha producido ya la muerte aparente que acabará muy pronto en muerte real, todavía tenéis tiempo de correr a la Parroquia. Llamad urgentemente al sacerdote para que le dé la absolución sacramental, y, sobre todo, le administre el sacramento de la Extremaunción, del que acaso dependa la salvación eterna de esa alma. ¡Corred a la Parroquia, llamad al sacerdote! Ya lloraréis después, no perdáis tiempo inútilmente, acaso depende de eso la salvación eterna de ese ser querido. Claro está que esto es un recurso de extrema urgencia que sólo debe emplearse en caso de muerte repentina. Porque cuando se trata de una enfermedad normal, la familia tiene el gravísimo deber de avisar al sacerdote con la suficiente anticipación para que el enfermo reciba con toda lucidez, y dándose perfecta cuenta, los últimos Sacramentos y se prepare en la forma que os exponía ayer al hablaros de la muerte cristiana.

Pero cuando sobreviene la desgracia de una muerte violenta o repentina, hay que intentar la salvación de esa alma por todos los medios a nuestro alcance, y no tenemos otros que la administración sub conditione de la absolución sacramental, y, mejor aún, del sacramento de la Extremaunción, que resulta más eficaz todavía en casos de muerte repentina, puesto que no requiere ningún acto del presunto muerto, con tal que de hecho tenga, al menos, atrición interna de sus pecados.

El espacio entre la muerte aparente y la real, en caso de muerte violenta o repentina, suele extenderse a unas dos horas, y a veces, más. Pero en el momento en que se produce la muerte real, o sea, en el momento en que el alma se arranca o desconecta del cuerpo, en ese mismo instante, comparece delante de Dios para ser juzgada. De manera, que a la primera pregunta, ¿cuándo se realiza el juicio particular?, contestamos: en el momento mismo de producirse la muerte real.

 

 

2.ª ¿Quiénes serán juzgados? La humanidad en pleno, absolutamente todos los hombres del mundo, sin excepción. Desde Abel, que fue el primer muerto que conoció la humanidad, hasta los que mueran en la catástrofe final del mundo. Todos: los buenos y los malos. Lo dice la Sagrada Escritura: Al justo y al impío los juzgará el Señor (Ecl. 3, 17), incluso al indiferente que no piensa en estas cosas, incluso al incrédulo que lanza la carcajada volteriana: “¡Yo no creo eso!” Será juzgado por Dios, tanto si lo cree como si lo deja de creer. Porque las cosas que Dios ha establecido no dependen de nuestro capricho o de nuestro antojo, de que nosotros estemos conformes o lo dejemos de estar. Lo ha establecido Dios, y el justo y el impío serán juzgados por Él en el momento mismo de producirse la muerte real. ¡Todos, sin excepción!

 

 

3.ª ¿Dónde y cómo se celebrará el juicio particular? En el lugar mismo donde se produzca la muerte real: en la cama de nuestra habitación, bajo las ruedas de un automóvil, entre los restos del avión destrozado, en el fondo del mar si morimos ahogados en él..., en cualquier lugar donde nos haya sorprendido la muerte real. Allí mismo, en el acto, seremos juzgados.

Y la razón es muy sencilla, señores. El juicio consiste en comparecer el alma delante de Dios, y Dios está absolutamente en todas partes. No tiene el alma que emprender ningún viaje. Hay mucha gente que cree o se imagina que cuando muere un enfermo el alma sale por la ventana o por el balcón y emprende un larguísimo vuelo por encima de las nubes y de las estrellas. No hay nada de esto. El alma, en el momento en que se desconecta del cuerpo, entra en otra región; pierde el contacto con las cosas de este mundo y se pone en contacto con las del más allá. Adquiere otro modo de vivir, y entonces, se da cuenta de que Dios la está mirando. Dice al apóstol San Pablo que Dios “no está lejos de nosotros, porque en Él vivimos y nos movemos y existimos” (Hech. 17, 28). Así como el pez existe y vive y se mueve en las aguas del océano, así, nosotros, existimos y vivimos y nos movemos dentro de Dios, en el océano inmenso de la divinidad. Ahora no nos damos cuenta, pero en cuanto nuestra alma se desconecte de las cosas de este mundo y entre en contacto con las cosas del más allá, inmediatamente lo veremos con toda claridad y nos daremos cuenta de que estamos bajo la mirada de Dios.

Pero me diréis: ¿El alma comparece realmente delante de Dios? ¿Ve al mismo Dios? ¿Contempla la esencia divina?

Claro está que no. En el momento de su juicio particular, el alma no ve la esencia de Dios, porque si la viera, quedaría ipso facto beatificada, entraría automáticamente en el cielo, y esto no puede ser –al menos, en la inmensa mayoría de los casos– porque puede tratarse del alma de un pecador condenado o de la de un justo imperfecto que necesita purificaciones ultraterrenas antes de pasar a la visión beatífica.

¿Cómo se produce entonces el juicio particular? Escuchad:

El desconectarse del cuerpo y ponerse en contacto con el más allá, el alma contempla claramente su propia sustancia. Se ve a sí misma con toda claridad, como nos vemos en este mundo la cara reflejada en un espejo. Y al mismo tiempo contempla claramente en sí misma, con todo lujo de detalles, el conjunto de toda su vida, todo cuanto ha hecho acá en la tierra. Veremos con toda claridad y detalle lo que hicimos cuando éramos niños, cuando éramos jóvenes, en la edad madura, en plena ancianidad o decrepitud: absolutamente todo. Lo veremos reflejado en nuestra propia alma. Y veremos también, clarísimamente, que Dios lo está mirando. Nos sentiremos prisioneros de Dios, bajo la mirada de Dios, a la que nada absolutamente se escapa. Y ese sentirse el alma como prisionera de Dios, como cogida por la mirada de Dios, eso es lo que significa comparecer delante de Él. No le veremos a Él, ni tampoco a Nuestro Señor Jesucristo, ni al ángel de la guarda, ni al demonio. No habrá desfile de testigos, ni acusador, ni abogado defensor, ni ningún otro elemento de los que integran los juicios humanos. No veremos a nadie más que a nosotros mismos, o sea, a nuestra propia alma, y, reflejada en ella, nuestra vida entera con todos sus detalles. Y al instante recibiremos la sentencia del Juez, de una manera intelectual, de modo parecido a como se comunican entre sí los ángeles.

Los ángeles, señores, se comunican por una simple mirada intelectual. No a base de un lenguaje articulado como el nuestro –imposible en los espíritus puros–, sino de un modo mucho más claro y sencillo: simplemente contemplándose mutuamente el entendimiento y viendo en él las ideas que se quieren comunicar. A esto llamamos en teología locución intelectual.

Pues de una manera parecida recibiremos nosotros, en nuestro juicio particular, una locución intelectual transmitida por Cristo Juez; una especie de radiograma intelectual firmado por Cristo, que nos dará la sentencia: “¡A tal sitio!” Y el alma verá clarísimamente que aquella sentencia que acaba de recibir de Cristo es precisamente la que le corresponde, la que merece realmente con toda justicia. Y en esto consiste esencialmente el juicio particular.

 

 

4.ª ¿Cuánto tiempo durará? El juicio particular será instantáneo. En un abrir y cerrar de ojos se realizará el juicio y recibiremos la sentencia. Y esto no es obstáculo para su claridad y nitidez. Aunque el juicio durase un siglo, no veríamos más cosas, ni con más detalle, ni con más precisión que las veremos en ese abrir y cerrar de ojos. Porque al separarse del cuerpo, el entendimiento humano no funciona de la manera lenta y torpe a que le obliga en este mundo su unión con la pesadez de la materia. Así en la tierra, nuestro entendimiento funciona de una manera discursiva, razonada, lentísima, por lo que conocemos las cosas poco a poco, por parcelas, y así y todo, no vemos más que lo superficial, lo que aparece por fuera; no calamos, no penetramos en la esencia misma de las cosas. Pero el entendimiento, separado del cuerpo, ya no se siente encadenado por la pesadez de la materia, y entiende perfectamente a la manera de los ángeles, de una manera intuitiva, de un solo golpe de vista, sin necesidad de discursos ni razonamientos.

Santa Teresa de Jesús, la incomparable doctora mística, tuvo visiones intelectuales altísimas, como puede leerse en el libro de su Vida, escrito por ella misma. Y, en una de ellas, Dios le mostró un poco lo que ocurre en el cielo, en la mansión de los bienaventurados. Ella misma dice que acaso no duró ni siquiera el espacio que tardamos en rezar un avemaría. Y a pesar de la brevedad de ese tiempo, se espantaba de que hubiese visto tanta cantidad de cosas y con tanto detalle y precisión. Es por eso. En aquel momento le concedió Dios una visión intelectual, a la manera de los ángeles, y contempló ese panorama deslumbrador de una manera intuitiva, de un solo golpe de vista. Lo vio clarísimamente todo en un instante, en un abrir y cerrar de ojos. Esto nos ocurrirá a cada uno de nosotros en el momento en que nuestra alma se separe del cuerpo y tengamos nuestro juicio particular.

 

 

5.ª ¿Y qué veremos en ese tan corto espacio de tiempo?

 

Señores, ésta es la parte más importante de mi conferencia de esta noche, en la que quisiera poner toda mi alma.

Escuchadme atentamente.

¡Muchacha que me escuchas a través de la radio!, la frívola, la mundana, la amiga del espectáculo, de la diversión, del cine, del teatro, del baile. ¡Cómo te gustaría ser una de las primeras estrellas de la pantalla, aparecer en los grandes cines, en la primera página de las grandes revistas cinematográficas, y que todo el mundo hablara de ti como hablan de esas dos o tres, cuyo nombre te sabes de memoria, y a las que tienes tanta envidia! ¡Cómo te gustaría! ¿verdad?

Pues mira: no sé si lo has pensado bien. Porque resulta que eres efectivamente la protagonista de una gran película; de una gran película sonora, en tecnicolor y en relieve maravilloso: no te puedes formar idea. Y eso que te digo a ti, muchacha, se lo digo también a cada uno de mis oyentes, y me lo digo con temblor y espanto a mí mismo.

Todos somos protagonistas de una gran película cinematográfica, señores. Todos en absoluto. Delante de nosotros, de día y de noche, cuando pensamos y cuando no pensamos en ello, está funcionando una máquina de cinematógrafo. La está manejando un ángel de Dios –el de nuestra propia guarda– y nos está sacando la película sonora y en tecnicolor de toda nuestra existencia. Comenzó a funcionar en el momento mismo del nacimiento. Y, a partir de aquel instante, recogió fidelísimamente todos los actos de nuestra infancia, y de nuestra niñez, y de nuestra juventud y de nuestra edad madura, y recogerá todos los de nuestra vejez, hasta el último suspiro de la vida. Todo ha salido, sale y saldrá en la película sonora y en tecnicolor que nos está sacando el ángel de la guarda, señores, por orden de Dios Nuestro Señor. No se escapa el menor detalle. Es una película de una perfección maravillosa.

El cine de los hombres ha hecho progresos inmensos desde que se inventó hace poco más de un siglo. Desde el cine mudo, de movimientos bruscos y ridículos, hasta la pantalla panorámica, el tecnicolor y el relieve, el progreso ha sido fantástico. Sin embargo, el cine de los hombres es perfeccionable todavía, no reúne todavía las maravillosas condiciones técnicas que se adivinan para el futuro; el cine de los hombres todavía tiene que progresar mucho.

¡Ah! Pero el cine de Dios es acabadísimo, perfectísimo, absolutamente insuperable. No le falta un detalle: lo recoge todo con maravillosa precisión y exactitud.

En primer lugar, los actos externos, los que se pueden ver con los ojos y tocar con las manos. Vuelvo a hablar contigo, muchacha frívola y mundana. Aquel día, con tu novio, ¿te acuerdas? Nadie lo vio, nadie se enteró. Pero delante de vosotros estaba el cine de Dios; y en primer plano, en película sonora y en tecnicolor, está recogido todo aquello. ¡Y lo vas a contemplar otra vez en el momento de tu juicio particular!

Es inútil, señores, que nos encerremos con llave en una habitación, porque delante de nosotros se nos metió aquel operador invisible con su aparato cinematográfico, y lo que hagamos a puerta cerrada y con la llave echada está saliendo todo en su película sonora y en tecnicolor. Es inútil que apaguemos la luz, porque el cine de Dios es tan perfecto, que funciona exactamente igual a pleno sol que en la más completa oscuridad.

Pero no recoge solamente las acciones. También capta y recoge las palabras, porque el cine de Dios es sonoro. Ha recogido fidelísimamente todas las palabras que hemos pronunciado en nuestra vida, absolutamente todas: las buenas y las malas. Las críticas, las murmuraciones, las calumnias, las mentiras, las obscenidades, aquellos chistes de subido color, aquellas carcajadas histéricas en aquella noche de crápula y lujuria... ¡Todo absolutamente ha sido recogido! Y en nuestro juicio particular volveremos a oír claramente todo aquello. Y aquellas carcajadas, aquellos chistes, aquellas calumnias, aquellas blasfemias, resonarán de nuevo en nuestros oídos con un sonsonete terriblemente trágico. Pero oiremos también, sin duda alguna, los buenos consejos que hemos dado, el dulce murmullo de las oraciones, los cánticos religiosos, las alabanzas de Dios... ¡Cuánto nos consolarán entonces!